Cuando la caravana llegó a Béjar se bajó del coche cual estrella musical dando besos a los viandantes, en su mayoría jubilados cuyo voto volvió a ser manjar las pasadas elecciones. Fue la transmutación de Mariano Rajoy Brey (Santiago de Compostela, 27-III-1955), el ya expresidente que se ha pasado escondido estos años tras el plasma cuando tocaba enjuiciar la corrupción que definitivamente ha tocado de lleno a quien jugaba al dominó por los pueblos de España, con el peligro de llevarse un tortazo. Literalmente. “Al Gobierno se llega aprendido, bregado y habiendo visto muchas cosas”, presumía como eslogan para despachar a los emergentes, y lo sostiene porque cuando el dedo divino de Aznar le designó como candidato a sucederle en 2004 -y así habría sido de no mediar el 11- M-, él ya había sido ministro de cuatro carteras diferentes.

Forjado en la atmósfera pontevedresa de altos funcionarios de vida apacible, mientras la mayoría combatía la dictadura, tejió una trayectoria académica rauda que le llevó a hacerse con la plaza de registrador de la propiedad con 23 años. Recuerdan de él que “nunca se podía esperar que tomase la iniciativa”, y sus meses de pesadilla de vicepresidente de la Xunta le hicieron pensar en arrojar la toalla pese a su precocidad política. Retirado en la oficina del registro de Santa Pola, Aznar y Álvarez-Cascos le rescataron para sumarle al equipo del refundado PP. Hasta Fraga le tentó para regresar con una aseveración venenosa: “Lo tiene todo para presidir la Xunta, le falta aprender gallego y casarse”. Le hizo caso en lo segundo, contrayendo nupcias con Elvira en 1996, con quien tiene dos hijos, Mariano y Juan. Fue el aperitivo de aquella primera legislatura de un PP que lideraba la Moncloa y proclamaba amor al catalán, dos décadas antes de que su inmovilismo generara dos millones de independentistas en Catalunya y un conflicto que ha acabado con dirigentes soberanistas en la cárcel o exiliados, incluido el expresident Carles Puigdemont.

Soportó humillaciones de la prensa afín y acólitos, pero ignoraban que, pese a sus dos derrotas en las generales la pasada década, en una pequeña capital de provincias se aprende a tener paciencia. Premiado en 2011 en las urnas por vez primera, en pleno apogeo de la crisis, Rajoy sorteó la riada de críticas por un mandato absolutista, presidido por los recortes, de los que culpó a la herencia socialista recibida, y la Gürtel y demás casos de corrupción, el penúltimo el del falso máster de Cristina Cifuentes que le costó a ésta la presidencia de la Comunidad de Madrid. Y quizás por incomparecencia dirigió de nuevo las riendas de un país al que, sí, rescató, mientras hipotecaba a sus ciudadanos muy a la gallega. “Mariano, sé fuerte” puede ser el epitafio que evoca a quien, años más tarde de destaparse el caso de la contabilidad B en Génova, le condenó en el poder. Y sin que Luis tirara de la manta.

El primer presidente de la democracia derrotado por una moción de censura se dejó atrapar por los cargos, el coche oficial, la ironía, el sarcasmo, el poder, varias dolorosas derrotas, alguna victoria, disputas internas, muchos adláteres y, ya casi al final, un enfrentamiento que no midió bien con Pedro Sánchez, el socialista al que desconsideró como un “mindundi” que jamás le ganaría ni le sacaría de La Moncloa, y más después de que el PNV aprobara los Presupuestos. En una semana llegó el sorpasso.