En democracia no cabe defender el ejercicio absoluto, sin freno o límite alguno, de todos los derechos individuales y sociales, porque estos encuentran siempre limitado su alcance o extensión hasta el punto en el que el mismo ponga en cuestión la vigencia de otro derecho igualmente defendible y protegible. La clave para convivir en democracia es tratar de evitar llevar al límite la colisión de derechos, al margen de que su ejercicio sea individual o colectivo.

Este principio es válido y está vigente en ámbitos tan heterogéneos, entre otros, como el derecho a la huelga ( su ejercicio no puede coartar o frustrar la vigencia del derecho a no secundarla), el de manifestación o concentración (ahora rebautizado posmodernamente como escrache) o el derecho de información (amparado siempre bajo el señuelo del interés público) frente a la protección de la privacidad, y en otros muchos ámbitos de la vida social y política.

Vivimos en la era de la notoriedad, de lo público, de la permanente exposición de lo privado a través de las redes sociales y mediante la hipertrofiada utilización de las nuevas tecnologías. Nos supera, de forma absurda, la obsesión por intentar dejar huella pública de todo lo que hacemos. Si no grabamos y convertimos mediante su difusión en testigos y a la vez en notarios públicos de lo realizado por nosotros al resto de la sociedad, es como si ese hecho no hubiera existido. Sean nuestras vacaciones, un accidente o cualquier anécdota vital menor. Y lo que cabe plantearse es qué sucede cuando el propio titular de un derecho, por ejemplo, el de privacidad, ofrece en el altar de esa supuesta notoriedad social el sacrificio del mismo en beneficio de una mal entendida fama.

¿Debe tener y ser respetado toda persona, todo individuo, un espacio privado, íntimo, alejado de la notoriedad pública permanente? ¿Existe un derecho a la privacidad cuyo titular sea un personaje público, ya ejerza como político u ostente otro tipo de responsabilidades profesionales o sociales que le hagan más o memos conocido socialmente? La respuesta es, sin duda, que sí, por supuesto. ¿Cabe extender el ejercicio de libertades y derechos como los de expresión, información, concentración o manifestación hasta límites que coarten o anulen otros derechos igualmente defendibles, como los citados del derecho a la intimidad, a la privacidad, a la propia imagen? Creo que no.

Así, en las televisiones (públicas y privadas) la suma de programas infumables que en unos y otras cadenas nos desgranan las miserias humanas de parejas sin rumbo vital, de fraticidas peleas que acaban en confraternización bajo los focos o de riñas vecinales regidas por códigos anacrónicos no son más que la muestra de la trágica transformación del clásico cotilleo en vergonzosas exhibiciones de lo más íntimo.

El morbo, la sátira encubierta, cuando no la mofa pura y dura, lo estridente, lo histriónico, todo lo que genere polémica vale para sumar espectadores, lectores u oyentes, y la intimidad, la privacidad, la dignidad del reducto privado de libertad queda erosionada y arrollada por la ola de lo público, en beneficio de la mal entendida transparencia.

Decía Umberto Eco que ese cotilleo clásico, y todavía vigente en la sociedad, el del pueblo, la portería o la taberna era (y es) en realidad un elemento de cohesión social, una especie de necesaria válvula de escape, como lo es el fútbol y otros elementos de fácil enganche social, factores de socialización que crean identidades colectivas bajo el escudo y camiseta de nuestro club.

Pero esa inveterada costumbre del cotilleo no tiene nada que ver con la renuncia voluntaria a la privacidad. La necesidad de ser vistos por los demás acaba representando un auténtico y obsceno exhibicionismo social. Y si no hay ya nada privado, si no quedan reductos para la intimidad, tampoco ninguna conducta puede ser escandalosa, y se diluyen a mi juicio los límites de lo soportable. El narcisismo social que alimentan los medios permite confundir la notoriedad (es decir, ser más o menos conocido) con los méritos. Para mucha gente lo importante es lograr salir en un medio de comunicación, y si es en TV mejor todavía.

Es la búsqueda de ese minuto o minutos de gloria a costa de lo que sea, incluso de airear en público problemas privados, íntimos, familiares o personales. Todo vale en la ruleta del morbo mediático y social.

No hay que confundir bajo el señuelo de una supuesta libertad de expresión este tipo de distorsiones de la privacidad. Su defensa no es solo un problema jurídico, sino moral. Debemos reelaborar y difundir una nueva educación de la intimidad, formar en el respeto a nuestra propia privacidad y a la de los demás.

Como ejemplo del necesario respeto a la propia privacidad vuelvo a Umberto Eco, quien cita como ejemplo la nota que dejó Cesare Pavese antes de suicidarse: “Que no haya demasiados cotilleos, por favor”. Debemos reivindicar, defender que la frontera del sentido común nos oriente también ante la permanente carnavalización de todos los aspectos de nuestra vida y frenar el todo vale bajo los focos de lo mediático.