en Madrid, ahora mismo, solo se habla de la crisis del equipo de Florentino Pérez y de Ciudadanos. Y el PP está de los nervios por semejante desprecio que le saca del foco de las tendencias. Como si leyendo los sorprendentes giros editoriales de algunos periódicos y analizando los sondeos tan idénticos, temieran en Génova que empiezan a soplar nuevos vientos.

A este vacío tampoco les favorece la descarada ausencia de actividad parlamentaria desde hace un mes -la nueva política no cambia los viejos vicios- porque las tertulias se nutren de las jugosas confesiones en los juicios por corrupción, de las chanzas sobre el ministro Zoido por los 87 millones de euros que supuso el despliegue represivo del 1-0 y del ajuste de cuentas de Rodrigo Rato con sus antiguos amigos del partido.

Así las cosas, y sin otra llama política que los desayunos informativos y las ruedas de prensa, en la capital sencillamente se vive de las conjeturas. Ocurre, sin ir más lejos, con las interminables profecías sobre el futuro de Carles Puigdemont. Nadie sabe -y mucho menos el Gobierno- cuál será su próximo golpe histriónico pero no hay quien se resista delante de una mesa o de un micrófono a predecirlo. Solo se conoce a ciencia cierta que Mariano Rajoy contiene el aliento para evitar el ridículo que le supondría a los ojos del mundo la investidura del icono soberanista mediante una sorpresiva fórmula que habrían ideado en la sala de máquinas de la ingeniosa Asamblea Nacional de Catalunya, en connivencia con la delegación de JxCat en Bruselas.

A estas alturas del vodevil, Puigdemont es un quebradero de cabeza para el resto porque nadie le considera ya una solución razonable por vía telemática o delegada en medio de tanta histeria y, en cambio, todos le seguirán temiendo. Pero la presumible inestabilidad institucional que se cierne sobre el Parlament -la sombra del juez Llarena seguirá imborrable por sus efectos en la mayoría independentista- no quita el sueño especialmente al PP.

Es verdad que su espectacular batacazo del 21-D representa una angustiosa pesadilla que entorpecerá durante mucho tiempo una posible rehabilitación porque se da de bruces con el estado de gracia con el trabado discurso unionista de Inés Arrimadas y con el reguero de las heridas sangrantes por la intervención del 155. Ahora bien, nada comparable con el efecto inquietante que representa la progresiva consolidación de Ciudadanos como una auténtica alternativa de poder en España, reconocida por buena parte del poder económico, social y mediático, quizá interesado en mover los peones. Desde luego la coincidencia sobre el posible sorpasso en el centro-derecha despierta un temor indisimulado en la dirección y en los cuadros medios del PP muy superior al que les provocan día y noche las sacudidas televisivas del caso Gürtel.

Frente a ese efecto demoledor que representa para la ética democrática escuchar tan patéticas confesiones que vinculan directamente la caja B del propio partido con la corrupción, algunos análisis anestesiantes confían en que muchos de sus ?eles votantes dirijan la culpabilidad a esos gánsters oportunistas como Francisco Correa o El Bigotes, que tanto rechazo generan. Por contra, hay quienes sostienen que más allá de la trama de Valencia o Madrid es imposible seguir durante más tiempo tapándose la nariz, que es urgente la renovación de personas señaladas por la Justicia y que posiciones timoratas como las de Rajoy solo sirven para apuntalar a Albert Rivera. Tras escuchar estos días cómo el ventilador atrapa vergonzosamente en el lodazal a ?guras reconocidas del partido que sostiene al Gobierno, el desastre sería total si se sigue escupiendo hacia arriba. Y puede ocurrir.

En respuesta al imparable crecimiento de la marea naranja -las municipales serán otra cosa, al tiempo-, el PP ha ideado la confrontación personal, el cuerpo a cuerpo del desgaste y así cree ilusamente que evita la revisión interna y las medidas traumáticas. En Catalunya, juegan al niño enfadado porque le quitan su pelota. Es así como instigan a Arrimadas para que se acerque al ridículo que supondría erigirse en candidata a la investidura o, incluso, privan de un voto al bloque constitucionalista para mostrar a Ciudadanos su cabreo porque les niega la posibilidad de disponer de subgrupo propio.

En Madrid, el descaro es mayor en la reacción. Cristina Cifuentes se ha decantado por hacer abstracción de que gobierna gracias a Ciudadanos y por eso ante una audiencia in?uyente les ha despreciado esta misma semana mediante un tercer grado de escarnio público como si fueran un partido más de la oposición. Cuestión de nervios.