A pocos días de que se inicie oficialmente la campaña electoral en Catalunya, esas elecciones convocadas casi manu militari por el presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, se ha abierto un melón imprevisto que no tiene ninguna buena pinta: comienza a ponerse en cuestión la vía unilateral para lograr la independencia. Y lo que planea sobre el ya frustrante desenlace del procés es un vuelco emocional que debilite el empuje popular que había llevado en andas a los dirigentes que lo condujeron.
Para evitar interpretaciones insidiosas, de salida hay que reconocer que los consellers y el resto de los detenidos a consecuencia del artículo 155 han optado por una clara estrategia de defensa que conlleva el acatamiento de la ley y el reconocimiento de los supuestos “errores” cometidos. Una estrategia, por supuesto, respetable y comprensible para evitar el desproporcionado castigo penal que puede aplicárseles. Lógico, entonces, que los encarcelados, investigados y huidos, dada su situación procesal, hayan manifestado que la independencia y la república catalana no fueron proclamadas oficialmente. No tan lógico, por las consecuencias que se derivaron de esa opción, es que los dirigentes citados comiencen ahora a manifestar su renuncia a la vía unilateral para lograr la independencia, y que las dos formaciones que soportaron el peso del procés estén dispuestas a dar marcha atrás.
En efecto, una cosa es que por estrategia de defensa, o por pura opción personal, Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y el resto de los amenazados por la justicia española hayan declarado renunciar a la vía unilateral, pero algo muy distinto es que Junts per Catalunya (antes CiU, antes PDeCAT) y Esquerra, tractores principales de la opción independentista, estén dispuestos a incluir en su programa electoral la renuncia a la vía unilateral y a proponer el logro de la independencia en base a la negociación con el Estado.
Al margen de la sensación de frustración, la decepción que para buena parte del entusiasta independentismo catalán supuso el pinchazo del globo a golpe del 155, este reconocimiento del fracaso de la apuesta maximalista supone una tensión añadida para que ese sector afronte las elecciones. Pasado el ruido, llega el momento de hacer balance y reconocer el muy escaso recorrido ha tenido la DUI y su básico principio de la unilateralidad frente al centralismo español. La pregunta razonable es si tras estos dos meses de tensión, de represión, de ilusiones y emociones, Catalunya está más lejos o más cerca de una verdadera capacidad de decidir su futuro.
Es necesario no perder de vista, tampoco, que la adopción de esa vía ha sido consecuencia inevitable de la insensata política inmovilista del Estado español, que ahogó todo intento de negociación para un entendimiento. Reconocer, también, que en las muy escasas ocasiones en las que el Gobierno del PP se asomó al conflicto catalán fue para emplearse a fondo con la represión judicial y policial. Por supuesto, y como dato fundamental, también hay que tener en cuenta que se ha evidenciado la falta de un apoyo social muy mayoritario, aunque no fuera desdeñable el empuje de los sectores sociales movilizados. La fractura social, real, ficticia o mediática, ha sido caballo de Troya muy influyente en esta aventura.
Pero la reflexión que aquí, en Euskadi, deberíamos hacer tras el fracaso de la apuesta catalana es que la vía unilateral para conseguir la independencia tiene como principal obstáculo la legalidad, pero también precisa de un apoyo social claramente mayoritario y, sobre todo, hay que medir bien previamente las propias fuerzas para afrontar un camino que en Europa muy pocos han recorrido con éxito. El ejemplo del procés catalán debe ponernos en guardia, porque ha quedado claro que no basta una DUI aprobada por la mitad del Parlament, que eso de llegar a la otra orilla y luego ya veremos, con toda probabilidad acaba en frustración, o en decepcionante marcha atrás, por más que las gentes vuelvan y vuelvan a llenar las calles de esteladas al son de Els Segadors.
La aspiración a la independencia, ya sea en Catalunya o en Euskadi, no supone que podamos ejercerla si no se avanza en una verdadera construcción nacional con el máximo consenso posible. No vale apostar de golpe al todo o nada, hay que avanzar con inteligencia, con conocimiento del adversario, con pasos medidos pero firmes hacia unas mayores cotas de autogobierno en las que el consenso esté lo más cerca posible del pleno.