vuelvo a leer lo que ha firmado la jueza Carmen Lamela para enviar a prisión a los consellers de la Generalitat y, sin demasiado esfuerzo, compruebo que no se ha molestado ni siquiera en redactar algo propio. Es sencillo: buceo en la petición de la Fiscalía y encuentro los mismos párrafos, calcados. Pero aún hay más, acudo a los informes de la Guardia Civil publicados en los medios a los les fueron filtrados y, ¡sorpresa!, también aparecen allí esas frases con idéntica redacción. Es decir, la jueza formalmente ha dictado un auto, aunque en realidad ha firmado un atestado policial.

Por eso no es de extrañar el desenlace, esa prisión preventiva incondicional que debería reservarse para casos extremos y que en España ni siquiera hace falta argumentar. No lo hace Lamela, ni tampoco las terminales del fiscal Maza porque es un insulto al sentido común lo que ha pedido el brazo judicial del Gobierno del PP y defiende en su editorial el diario El País bajo el título “Delitos gravísimos”.

Lo realmente grave es que se desoiga, sin tener siquiera la oportunidad del debate jurídico, la petición de los abogados de posponer unos días la declaración para poder estudiar los más de cien folios de acusación fiscal. De hecho, a la misma hora en el Tribunal Supremo, ocurrió exactamente lo contrario de lo que pasó en la Audiencia Nacional. Sí, es un tribunal de excepción herencia del franquismo.

Grave es también defender que hay riesgo de fuga de quienes voluntariamente se han presentado a declarar pese al cúmulo de irregularidades que acompañaban la citación. Y argumentar que es culpa de que Puigdemont esté en Bruselas es, sencillamente, aberrante porque se carga sobre los ahora presos las actitudes de terceros.

Más aún. ¿Puede explicar alguien cómo unos cargos ya cesados vía 155 pueden reiterar el delito del que se les acusa? ¿O cómo van a destruir pruebas quienes no pueden siquiera acceder a su despacho? En fin, son estos detalles los que pasan por alto quienes están dispuestos a defender una flagrante violación de los derechos más elementales y ahí, por desgracia, se advierte una conjura de Estado que va desde los principales partidos políticos hasta los grandes medios de comunicación, amén del estamento judicial y de unos cuerpos policiales dirigidos a la persecución ideológica del adversario.

El auto, y todo lo que está detrás de este disparate, destila eso: el intento de prohibir el independentismo. No porque se hayan saltado la legalidad española, que sí lo hicieron y de forma consciente, sino porque siguen proclamando su intención de avanzar hacia la independencia. No se trata de estar o no de acuerdo con esa estrategia del soberanismo, sino de defender su derecho a proclamarse independentistas y plasmarlo en sus programas electorales.

Visto el auto, casi me imagino cualquier barbaridad: desde un pucherazo electoral a un estado de excepción permanente. Aunque ya estamos en él sin necesidad de declararlo. Y si ahora no plantamos cara frente a esta arbitrariedad, lo vamos a lamentar.