Fue la del viernes una jornada bipolar, de ruptura bidireccional, con una dimensión histórica indiscutible por lo que pasó y por la huella que dejará a medio plazo. Un día de primera magnitud política que constituyó una enorme llamada de atención para la gente que vive la política sin asomo de dudas. Gente convencidísima de que jamás llegaríamos a este punto, o que por otro lado, imaginaba un divorcio sin apenas dificultades con el visto bueno del capital.
Visto con perspectiva, casi todo cambió a partir de la épica del 1 de octubre. El Estado sintió su colosal fracaso, y decidió activar el 155, primero ante una no proclamada independencia de Catalunya, y más tarde ante una hipótesis avanzada de convocatoria de elecciones por parte de Puigdemont. Convocatoria que en la práctica hubiese escenificado un triunfo del unionismo, contundente, no por goleada pero casi, solo con esgrimir el 155, sin necesidad de aplicar la involución. No fue esa la opción escogida, lo que lleva de nuevo a observar el papel que durante esta crisis y en sus días claves ha tenido Felipe VI.
El caso es que la proclamación de la república y la convocatoria de elecciones para el 21 de diciembre abren un tiempo inédito, con dos frentes tocados, pero donde la debilidad del govern destituido es palmaria. Una independencia no se sostiene con la presencia de mucha gente en la calle. Tal vez, como ha apuntado el escritor Isaac Rosa, Catalunya haya “conseguido” dicha independencia, “aunque no la disfrutará hoy, sino dentro de años, quizás la próxima generación”. La metáfora del rompehielos como hipótesis. Volviendo al corto plazo, para el independentismo no se trata de tocar lo imposible, que ya lo ha hecho, sino de demostrar que en la práctica la república es viable pese a la férrea oposición del Estado y de más o menos media sociedad catalana. Y para ese gigantesco reto se requiere continuidad y calma. Dos elementos difícilmente presentes.
Por el otro lado, el anuncio de un 155 breve es una maniobra inteligente de Moncloa, porque unas elecciones a la vuelta de la esquina ponen ya a prueba la coherencia del independentismo. Si Puigdemont anima a oponerse democráticamente al 155, participar en unos comicios convocados desde el 155 no sería coherente. Unas elecciones donde no participe voluntariamente la CUP pero cuenten con el PDeCAT y ERC o notables independientes, serían el mejor escenario del Estado, que sin necesidad de ilegalizar a nadie vería reforzada su posición de manera casi decisiva. El calendario de la convocatoria obliga a tomar decisiones la próxima semana, que serán un termómetro sobre la debilidad de la república proclamada. Así que la partida de ajedrez continúa. El tacticismo es necesario, pero a estas alturas, el exceso de estrategia penaliza, porque se van a demandar mensajes claros y sobre todo no contradictorios. Un escenario donde sin embargo los matices van a ser fundamentales. Claro que caben “dudas”, y “equidistancias”, al contrario de lo que ayer publicaba el editorial de El País. Cabe de todo desde el civismo y la no violencia. En ese sentido, la comparecencia de ayer de Carles Puigdemont en una situación personal tan complicada, cercana a la detención, es un mensaje rotundo para que nadie pierda los nervios en caso de traumática prisión. La clave psicológica, tremenda, será uno de los argumentos, seguro, de los libros que se publicarán sobre su figura y sobre todo lo sucedido en este mes, incluida la evolución que haya podido haber en la relación política y humana con Oriol Junqueras durante estas semanas de infarto.
Escribía hace una semana que el tsunami del 155 arrastrará a todos, incluido a Zarzuela. Ya lo está haciendo, ahora además con el maremoto simultáneo de la proclamación de la independencia. El PNV ha tratado de ser hábil en un momento muy complicado para mediar. Durante una hora y media apareció como el partido con más capacidad de influencia. Mucha más que un desdibujado PSOE, y mucha más que un Podemos al que el asunto se le está haciendo largo, a pesar de su diagnóstico intermedio. Mientras, el PP, que podía haber vendido una imagen de firmeza pactista si hubiese llegado a retirar el 155, apostó, visto el entusiasmo centralista de Ciudadanos y de su propio ánimo, por la avaricia, aunque pueda romper el saco. Así que en los próximos días comprobaremos hasta qué punto la estrategia de Sáenz de Santamaría se contradice con cualquier idea de mesura. Porque un 155 breve no es equivalente de suave, no digamos si trajera elecciones con resultado garantizado.
En definitiva, estamos ya no solo ante dos relatos paralelos, sino ante dos ideas de normalidad, una de ellas con potestad y voluntad represiva. “El mayor peligro está en el momento de la victoria” afirmó Napoleón Bonaparte. Salvadas las distancias, la sentencia vale para unos y otros. Esto ya ha empezado, y pinta extraordinariamente delicado.