Por más que se empeñen los insaciables de la bronca, Carles Puigdemont no declaró unilateralmente la independencia de Catalunya. Por prudencia, por vértigo, por astucia, por la razón que solo él y su Govern conocen, el president decidió renunciar a la DUI a cambio del diálogo. Puigdemont no declaró la independencia el martes, a sabiendas de que ese desestimiento pudiera provocar no solo la falta del apoyo parlamentario de la CUP sino, y más desolador, la decepción de muchos ciudadanos y ciudadanas que fueron a votar el 1 de octubre a pesar de la violencia policial. “Asumo el mandato del pueblo de que Catalunya se convierta en un Estado independiente en forma de república. Y propongo que el Parlament suspenda los efectos de la declaración de independencia para que en las próximas semanas emprendamos el diálogo”. Fueron las palabras del president. Ni se votó, ni se aprobó en el Parlament ninguna declaración de independencia, ni hubo más solemnidad que la voluntad de constituir una república independiente firmada por 72 parlamentarios en una sala ajena a la de los plenos, por supuesto sin valor jurídico alguno. Lo que el día 10 de octubre sucedió fue una renuncia clara a la declaración unilateral de independencia, en favor de un proceso de diálogo para alcanzar una solución a la muy mayoritaria voluntad de la sociedad catalana para decidir sobre su futuro.

Lo que se comprueba es que la tensión originada por el procés y el referéndum del 1-O habían irritado tanto al frente antisoberanista, que lo que se deseaba con ansia era que Puigdemont proclamase la DUI con toda la solemnidad de un pleno parlamentario y publicación en el Boletín Oficial de Catalunya. Que Puigdemont consumase la ceremonia de sedición flagrante para volcar sobre él y sobre la Catalunya insurrecta todo el peso de la ley que, en este caso, era el artículo 155 de la Constitución. Pero el día 10 de octubre no se declaró la independencia en el Parlament y el acto pilló con el pie cambiado a la oposición que fue con el discurso preparado, al Gobierno español que escenificó la tragedia nacional con un Consejo de Ministros urgente, y al frente mediático que se empeñó más que nadie en escarmentar al independentismo catalán. Les pilló con el pie cambiado Puigdemont, que renunció a proclamar la independencia para dejar paso al diálogo.

De las palabras del president no puede deducirse ninguna declaración unilateral de independencia, reitero. Y esa fue la decepción de la jauría que ya tenía el dedo en el gatillo dispuesta a abrir fuego graneado jurídico, político y mediático contra el independentismo catalán. Como desde el patrioterismo español, con su resentimiento y su afán de venganza, lo que en el fondo se deseaba era la DUI para el escarmiento, a la propuesta de diálogo se responde con más madera. Mariano Rajoy no se contenta con el repliegue prudente y comprometido de Puigdemont y, como no entiende de sutilezas semánticas, desenfunda la porra y sacude con el 155: “Dígame, señor Puigdemont, si declaró o no la independencia; y tiene de plazo hasta el lunes. Ah, y como me diga que sí, le doy hasta el jueves para que revoque esa declaración. Esos son los plazos, y cúmplalos porque si no iré a saco con el 155”. No sé lo que contestará Puigdemont, pero yo me limitaría a enviarle la grabación de las palabras pronunciadas el día 10 sobre el asunto con una nota: “Tú mismo”. O, con las mismas, devolverle la pelota: “Mira Mariano Rajoy, o abres el diálogo en una semana, o proclamo unilateralmente la República de Catalunya”.

En realidad, lo que a Rajoy le pide el cuerpo es, primero, humillar a Puigdemont para que reconozca que no ha cumplido lo que prometió. Y quizá ello haya sido el mal menor, porque no cabe duda de que hubiera preferido -y no digo que no lo vaya a hacer- suspender la autonomía y proclamar elecciones en Catalunya para sacar a empellones a los independentistas que sobrevivieran a la represión y a las inhabilitaciones resultantes del 155.

El independentismo catalán no está solo en su apelación al diálogo y la mediación, por supuesto. Pero esta aspiración democrática se ha visto avasallada por la ambición electoral de partidos como Ciudadanos, que en un alarde de agresividad pretende ir más lejos que el PP para arañarle votantes por su extrema derecha. Al tren del escarmiento al procés se ha subido Pedro Sánchez, ofrecido en canal a Rajoy para acompañarle en aplicar el peso de la ley a cambio -dice, pero ya se verá- de un vago compromiso para una reforma de la Constitución, una reforma que huele a bipartidismo y de la que poco bueno puede esperarse respecto a los problemas que han empujado a la mayoría de los catalanes a desconectarse de España. Y como martillo pilón, el poderoso y compacto frente mediático “de Madrid”, que con un megáfono ininterrumpido se está dedicando en barra libre a infamar a los millones de catalanes independentistas y, por supuesto, a sus dirigentes, al tiempo que jalean al patrioterismo español más cutre, en los confines del fascismo. Y, para que no falte de nada, en medio un Día de la Hispanidad y el desfile con más efectivos militares de la historia.