Resulta muy difícil formular reflexiones desprovistas de la carga de emotividad que acompaña toda la serie de acontecimientos que estamos viviendo durante todo este proceso, especialmente agudizada desde el pasado domingo en Catalunya. Más difícil aún, por desgracia, es aventurar un guion de salida, sobre todo si este no termina pasando por la única vía razonable, la de la negociación (acordar supone respetar).
Catalunya y los catalanes no buscan ya una solución competencial (más o menos autonomía, más o menos competencias, más o menos capacidad de gasto); Catalunya, una gran parte de su sociedad, independentista y no independentista, reclama, por compleja sea la forma de articular esta demanda, un reconocimiento como nación y reclama poder ser consultada acerca de su futuro como sociedad con todas las garantías legales, aceptando una ley de claridad que especifique la pregunta a formular, las exigencias de participación (quórum) y las mayorías cualificadas necesarias para que quede socialmente refrendada y legitimada la discontinuidad histórica que representaría una independencia o secesión democrática.
Vivimos momentos catárticos, de cambio de ciclo. Una sociedad democrática no es una Arcadia feliz sin conflictos y sin problemas de convivencia. La virtualidad jurídica y social más relevante de una vida en democracia es que esos conflictos puedan expresarse libre y pacíficamente y, sobre todo, que puedan tener cauces de solución democráticos.
En este contexto, la suma de reproches y de apelaciones a la pétrea legalidad que realizó el monarca en su hostil y autoritaria intervención, toda la secuencia de su penoso discurso muestra la propia debilidad de un Estado desbordado por la rebelión cívica compartida por una gran mayoría de la sociedad catalana y que cuenta con la empatía emocional de muchísima gente a la que nos enerva la violencia gratuita y prepotente como herramienta de amedrentamiento político.
Probablemente sea cierto que no le han dejado mucho margen de maniobra, es decir, que hasta los puntos y comas están marcados desde Moncloa y no desde Zarzuela, pero en su discurso no hubo el menor gesto hacia quienes han expresado una demanda legítima. Y todavía peor: en sus reiterados reproches les dispensó el mismo trato que su padre, el rey Juan Carlos I, dio a los golpistas del 23-F. El monarca se ha situado fuera del alcance emocional de más de la mitad de los catalanes y queda retratado como una parte del conflicto y no de su solución, reducido su papel al de mero estilete icónico del frente estatal.
¿Qué derivadas político-legales anticipa su discurso? sus calculadas palabras engloban un juicio (la ilegalidad del proceso) y su sentencia (han de adoptarse, dijo, todos los medios legítimos que el Estado tiene a su alcance). Ello supone plantar el campamento base legal y discursivo a partir del cual aplicar el art. 155 de la Constitución Española y suspender en sus funciones al gobierno de la Generalitat (por ahí irá el decreto que el Gobierno ya ha preparado); y si la vía de hecho de la independencia unilateral continúa adelante tiene preparada la munición legal: a la imputación por sedición ya iniciada puede seguirle incluso la detención del president y de miembros del Govern, y no se descarta invocar el art. 8 de la CE, conforme al cual las Fuerzas Armadas tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Si volvemos sobre el discurso del rey, puede apreciarse esta latente amenaza en el marco de su hosco y duro mensaje.
Si finalmente el Parlament catalán adopta, tal y como se prevé en el artículo 4.4 de la Ley del referéndum, una declaración formal de Declaración Unilateral de Independencia y abre un proceso constituyente, ¿qué efectos jurídicos tendrá, surgirá realmente la república catalana como un Estado independiente?
Enfoco la respuesta no en el ámbito de los deseos o aspiraciones sino en el de la dimensión jurídica. El proceso de independencia no depende de la propia Catalunya sino, conforme a la práctica internacional, deben mediar dos procesos de reconocimiento: uno interior, que nunca va a concurrir porque el Estado español nunca lo va a realizar, al menos en el contexto actual (concretado en un acto de cesión de territorio a Catalunya como nuevo Estado), y otro exterior, de reconocimiento del nuevo Estado como tal por parte de la comunidad internacional de Estados.
Oficialmente, tal estatus se lograría con nueve de los quince Estados del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (y entre esos nueve han de estar validando la solicitud obligadamente los cinco Estados que integran de forma permanente dicho Consejo de Seguridad: Francia, Reino Unido, Rusia, China y EEUU, todos ellos con derecho de veto); si esta premisa se cumpliera (algo casi impensable viendo los términos en que se mueve hoy día la política internacional) se pasaría a votación de la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde se requeriría el voto favorable de dos tercios de la misma.
Y el paso final, Europa, requeriría a su vez para su admisión, y solo tras haber sido reconocido en Naciones Unidas, el voto unánime de todos los Estados; basta el veto de uno de los todavía veintiocho Estados (entre ellos obviamente España) para que tal proceso quedara sin recorrido.
Se trata, en definitiva, de un Iter complejo y prácticamente imposible de materializar en el contexto actual, y todo ello al margen de cualquier otra valoración política o social que cada uno de nosotros y nosotras pueda tener en relación a todo lo que acontece en torno a Catalunya.