La necesaria descomprensión se hace un tímido hueco en medio del carajal catalanoespañol. Solo así es posible abrir la puerta a la racionalidad para revertir gradualmente la actual esquizofrenia en el que se ha instalado el pulso entre la reivindicación democrática y soberanista de una gran parte de Catalunya frente al rigor inflexible del estricto cumplimiento de la ley de un Estado inquieto. Camino del abismo, el independentismo se ha detenido en la penúltima estación. Consciente de sus riesgos, el Gobierno español ha templado siquiera su discurso. Hasta pudiera decirse que por primera vez las dos trincheras se han refugiado puntualmente en la sensatez. Desde las entrañas del procés, Artur Mas reconoce que su país no tiene todavía las bases sólidas para sostener una independencia real y así agua la ansiedad por la DUI. Desde el bando contrario, llegan por ?n voces reclamando perdón por la represión policial que tanto daño ha causado a la imagen de España. Incluso, hasta el portavoz Méndez de Vigo es capaz de romper con el tabú de que el diálogo es posible.

Hay partido. Como ocurrió en la recta final del referéndum de Escocia, el dinero ha venido para decidir la suerte del pulso catalán. La catarata de deserciones del capitalismo más representativo hacia suelos firmes escenifica un sopapo demasiado sonoro para la aventura soberanista muy por encima de las cargas policiales, las papeletas al aire, las huelgas o el escrutinio del tambaleante referéndum.

Estas estratégicas huidas llevan tal miedo a muchas cocinas que hasta Oriol Junqueras entiende que se le abre una vía de agua difícil de taponar en su hoja de ruta tan emocionalmente diseñada. Nadie en Europa reconocería a un nuevo país que nace sin solidez financiera, asustando a los mercados y a los inversores y enemistado con su vecino. Mas lo sabe y de ahí que venga a reforzar el criterio mayoritario de los notables del PDeCAT para disuadir, de momento, a Carles Puigdemont de su insaciable apetencia histórica de emular a Lluís Companys siquiera por una tarde proclamando la independencia antes de que compruebe la vacuidad de su gesto.

Enmendando el craso error de un Felipe VI insensible y encorsetado por la indisoluble unidad de España, el Gobierno ha venido acertadamente a pedir perdón de una vez por su pecado de la desproporcionada carga policial del 1-O.

Quizá no haya que desmerecer en tamaña humildad -tardía, pero real- la intercesión de la Iglesia en la búsqueda de un primer escenario de guiños proclives a aminorar la hostilidad. Lo ha hecho su delegado en Catalunya, posiblemente uno de los ?ascos políticos más notorios junto a Soraya Sáenz de Santamaría por su incapacidad mani?esta para entender el sustrato de la apuesta soberanista, CNI incluido. Y llega coincidiendo con la visibilidad del diálogo por parte de Moncloa, en un movimiento táctico que al idear un escenario viable de futuro siempre se antojaba anatema por quienes han reducido la suerte finalal al estricto cumplimiento de la ley en el marco constitucional.

Pero no se debería caer en falsos optimismos. ¿Qué entienden Puigdemont cuando habla de diálogo sin apearse del independentismo y Méndez de Vigo cuando se escuda como única alternativa en la ley? De momento, el major Trapero no ha ido a los calabozos. La petición de la Fiscalía de pena de cárcel por sedición estremecía la víspera y hasta en la Audiencia Nacional había tomado cuerpo tan escalofriante posibilidad. Otro paso hacia la descomprensión más allá de que se siga asistiendo a la permanente agitación desde la CUP que puede acabar desquiciando a un significativo sector del nacionalismo catalán, irritado por el seguidismo hacia quienes jamás idearon un país más allá de conjurarse por su revolución. Aunque el Gobierno se haya equivocado agilizando la salida de Catalunya de grandes empresas, basta la fotografía del símbolo perdido de Caixabank para que Puigdemont se piense dos veces antes de acudir el martes a proclamar la DUI. Le bastará con hostigar al unionismo español para afear su democracia del porrazo contra las libertades antes de instar a una mediación -palabra maldita que jamás permitirá Rajoy- o, al menos, un diálogo sin límites. Ahora bien, si ahí se quedara en su movimiento de ajedrez, no sería admisible que Rajoy lo entendiera como una rendición. Volvería a equivocarse.