Me reconozco aturdido al ver el vídeo de despedida de furgonetas de la Guardia Civil desde Huelva camino de Catalunya y ese cántico de fondo de “a por ellos, oé? a por ellos, oé”. O esa otra, de un cuartel de la Policía nacional en Córdoba, con un mando despidiendo a los suyos como si marcharan a la guerra. No tengo que bucear mucho en la red para encontrar otro: esta vez en Toledo, donde policías han engalanado con banderas españolas sus motos, no las particulares, sino las del parque móvil ministerial. El detalle es importante, porque es el Ministerio de Interior español el que alienta estos actos a los que sólo falta la letra de “Mambrú se fue a la guerra?”.
¿Qué hay detrás de esta exaltación patria? Un afán de reconquista (“a por ellos”) que es fruto de una siembra peligrosa de catalanofobia. Porque en España, diferentes gobiernos, unos cepillando y otros recurriendo, han ido inoculando en amplios sectores de la sociedad española durante años una imagen falsa de agravio. En esta clave, en la de considerar la reivindicación de derechos propios como un ataque a la patria hispana, se ha aquilatando este sentimiento ahora estalla. Nadie pensó, o si lo hizo despreció la posibilidad, de bajar el volumen para que se escucharan las voces templadas.
No parece que además vaya a remitir esta actitud, porque es de largo recorrido y porque, sin ir más lejos, al PP se le ha ocurrido como guinda al pastel organizar juras de bandera para civiles coincidiendo con el uno de octubre catalán. No se me ocurre nada más nacionalista que esa comunión cívico-militar bajo el estandarte. Pero los nacionalistas, los que odian, los que dividen, los que desprecian son otros cuando hablan catalán, euskera o gallego, cuando cuelgan las banderas que pide la ciudadanía en los mástiles de su ciudad o cuando reclaman que respeten la voluntad expresada en las urnas.
Pero la catalanofobia viene completada con una catalanofilia paternalista. La fórmula es: los catalanes son buena gente, contribuyen a la riqueza y grandeza de España, y por eso les queremos. Pero sólo les quieren si se portan bien, si renuncian a ideas independentistas, si vuelven al camino por el que transitaron hasta hace siete años, la del autonomismo.
Entre ambas actitudes, se abre un nuevo espacio que va a requerir mucha pedagogía pero que puede resultar clave: el respeto a la decisión de la ciudadanía catalana. Sólo desde esa postura, activa a favor del respeto, y de no injerencia se asentará una democracia que a estas alturas hace aguas.