tengo la sensación de seguir atado a la estaca que inspiró a Lluis Llach hace nada menos que casi cincuenta años. Sí, va para cincuenta. Una estaca podrida que no termina de caer y, como le ocurrió al abuelo Siset, que se murió por un mal viento y solo así quedó libre, no tiene ninguna pinta de caer, aunque unos empujen por aquí y otros por allá.

La irrupción de la Guardia Civil en sedes gubernamentales catalanas, la detención de altos cargos nombrados por un Govern que, a su vez, responde a la voluntad de un Parlament elegido por la ciudadanía, nos hacen viajar a un tiempo de fotos sepias. Ni habeas corpus les ha sido aceptado a estos presos políticos. Lo son, aunque a alguno le piten los oídos, porque han sido perseguidos por su actividad política; habrá que volverlo a explicar: que sea un preso político no significa que no haya vulnerado la legalidad, simplemente hace referencia a la naturaleza política del delito que se le atribuye.

Suprimido el diálogo, entra en escena la fuerza, la soga y la estaca, el mazo de una justicia puesta al servicio del ejecutivo como mera fachada democrática. Basta decir que ha sido un juez de instrucción el que ha dado el pistoletazo de salida a la represión policial para tratar de eliminar cualquier rastro que nos lleva de La Moncloa al número 17 de Las Ramblas de Barcelona. Como si el Gobierno no tuviera ni noticia (eso es lo que han sugerido) del despliegue necesario para llevar a cabo una operación de esa magnitud, en una cuestión de Estado y adelantándose a otras instancias judiciales más prudentes.

Mientras mirábamos a Catalunya, en el Congreso una comisión de investigación dictaminaba que el exministro Fernández Díaz creó una policía política con un doble objetivo: frenar las investigaciones sobre la corrupción del PP y tratar de inculpar falsamente a políticos soberanistas de estos delitos. Eso es lo que Pablo Casado llama “un transatlántico” frente a una “zodiac pinchada”.

Es la hora de la fuerza porque no ha habido voluntad de diálogo y, sobre esa persecución, se hace una nueva oferta: más dinero y más autonomía si se desconvoca el referéndum y se abandona el proyecto independentista. Como a Gordon Brown le salió bien en Escocia, aunque mintiera y el referéndum fuera fruto de un pacto, el Gobierno español pretende emular aquella fórmula. Pero no cuela. Porque esas ofertas se realizan antes de la fuerza, son previas a su uso y a su abuso. Después, cuando el díscolo vuelve a estar atado a la estaca, lo único que se le ofrece es una mejora en sus condiciones de cautivo si renuncia a escapar.