el debate sobre política general del Parlamento Vasco ha permitido comprobar la importancia y prioridad que debe concederse al presente y futuro de nuestro sistema educativo público vasco. ¿Qué es necesario, además de un amplio consenso, para que nuestro sistema público de educación afronte con éxito los retos que llaman a su puerta? ¿Se requieren solo nuevas políticas para que mágicamente cambien las cosas, o hace falta modificar también el modo de diseñar y llevar a la práctica esas políticas? En el debate social parece estar más presente la cuestión de su financiación que la de su funcionamiento y resultados.
Minusvalorar el nivel de la gestión, de la eficacia y de la eficiencia en la dimensión pública sería un error político-cultural-estratégico de primer orden. El barco requiere una buena sala de máquinas, una buena tripulación y un buen capitán. Y es preciso dar prioridad absoluta a los principios que proclamemos como referentes de nuestro modo de entender la gestión de la res publica, los asuntos públicos. De lo contrario naufragaremos. Nos jugamos mucho en esta empresa, porque los derechos sociales solo se garantizan si existe detrás una buena gestión eficaz y eficiente de las políticas y recursos públicos.
La misión prioritaria e inaplazable de esta época es hacer que el andamiaje institucional en el que se sustenta y apoya lo público aspire a la excelencia, que funcione de forma lo suficientemente eficaz y eficiente como para no poner en peligro el Estado de bienestar. Para ello, cambiar la ley o elaborar una nueva ley no es la panacea, no resuelve por sí solo todos los problemas, pero es un primer paso necesario.
¿Cómo lograr la creación de “valor público” educativo, que refuerce su legitimidad social y pública e incremente la confianza mutua y social en el sistema educativo? La respuesta es transitar, avanzar desde una administración educativa burocrática y burocratizada en exceso hacia una gestión estratégica de la misma. Y para lograr este objetivo todos hemos de creer en él por encima de nuestras aspiraciones individuales y de los diferentes intereses en presencia en el sector educativo. Ello exige cambios de cultura, de capacidades, de paradigmas y liderazgos cooperativos. Lograr, en definitiva, una auténtica corresponsabilidad de los integrantes del sistema.
¿Tenemos la gestión público-educativa que necesitamos? ¿Tenemos las capacidades técnicas que necesitan los sistemas públicos para alcanzar el nivel de excelencia demandado? El problema no son solo los recursos destinados, sino la capacidad de utilizarlos bien y extraer de ellos el máximo rendimiento. Para ello hace falta un cambio de mentalidad.
Cada vez más, los sistemas públicos han de basarse en el conocimiento y en la aptitud y la actitud de sus profesionales; la estructura jerárquica-piramidal no aporta en la práctica herramientas para la mejora del sistema; al contrario, frena en muchas ocasiones la laboriosidad de quienes desean mejorarlo y se encuentran impotentes con frenos burocráticos y de organizaciones tan rígidas como ineficaces.
Todo ello pasa por fomentar un compromiso decidido a favor de la innovación: introducir y consolidar valores vinculados a la receptividad ante los cambios, consolidar la transición desde una cultura burocrática (basada en el cumplimiento de la normativa reglamentaria) a una cultura gerencial, basada en la calidad, la búsqueda de resultados satisfactorios de mejora, la flexibilidad y adaptabilidad a las circunstancias cambiantes de la sociedad sobre la que se proyecta nuestro modelo educativo junto a la responsabilidad, la orientación al servicio de la ciudadanía, la transparencia y la rendición de cuentas.
¿Sobre qué ámbitos cabría intentar proyectar esta nueva cultura? En primer lugar, será preciso realizar un buen diagnóstico sobre el papel que deberá contemplar al menos estos factores: el contexto social, los actores principales y sus interrelaciones, la dirección de los centros educativos públicos, los modelos de referencia, la tipología de centros, los retos de futuro, la transformación y las tecnologías emergentes, la escuela inclusiva, el aprendizaje personalizado, la equidad dentro del sistema educativo y el papel de las familias, entre otros.
La dirección de los centros deviene clave para implantar con éxito esta nueva cultura y ha de estar basada en una gestión estratégica, operativa y que atienda a las relaciones con el entorno educativo y social, ejerciendo un liderazgo de calidad que permita definir una estrategia de centro para crear valor en el entorno docente y lograr así una gestión de la calidad del servicio, una planificación y evaluación atendiendo a los resultados que permita la innovación y la gestión del necesario cambio. Ojalá afrontemos con éxito el reto de consolidar un servicio educativo universal y público de calidad y avancemos en la excelencia a partir de su modernización, clave para la cohesión social de nuestro presente y del futuro.