El 20-S acrisoló el pulso soberanista catalán. Fue la espita que dinamitó el esperpento por el que transita convulso durante demasiado tiempo el imposible referéndum. Bastó una desgarradora sucesión de detenciones a la luz de las cámaras para que el clamor en defensa de los valores democráticos se superpusiera al ardor independentista en infinidad de calles y plazas de Catalunya. Tan contundentes sacudidas de la ley conmovieron las esencias de las dos trincheras en conflicto. La sala de máquinas del 1-O vio agujereada definitivamente la solidez de su proclama por esta implacable ofensiva judicial más allá de las expresivas lágrimas de Oriol Junqueras -por cierto, cada día menos creíble en Moncloa- y de la rebelión popular. Pero también tan arrollador seísmo político provocó grietas de tal tamaño que enmudecieron a decenas de diputados del PP, incapaces de predecir el desenlace del siguiente capítulo y mucho menos del siniestro final mientras la Guardia Civil se adueñaba de la situación. Hasta el hierático Rajoy acusó los coletazos de la conmoción generada como demuestra su súbita comparecencia en la hora del Telediario para tranquilizar siquiera a las tropas unionistas con ese discurso incapaz de engatusar siquiera al dudoso. La procesión iba por dentro. El presidente asumió rápidamente en aquel desquiciante pleno de control del miércoles en el Congreso que la desbocada situación se le escapaba de las manos de la ley. Empezaba su auténtico calvario.
No es descabellado pensar que cuanto peor en Catalunya, mejor resultará para la estrategia del PP. La idiosincrasia del votante popular -añádese al zurrón un buen puñado del brazo armado de Ciudadanos y del socialismo histórico- jamás castigará a Rajoy porque exhiba mano dura contra los desafíos nacionalistas. Más aún, hasta le puede premiar silenciando intencionadamente cualquier brote de duda razonable que desde la mínima reflexión ética plantea que la única respuesta a la exigencia política sea el imperio de la ley. Así las cosas, al presidente quizá no le tiemblan las piernas cuando piensa en el horizonte que asoma. En su análisis de coyuntura sabe perfectamente que si se viera obligado a adelantar las elecciones por el fracaso en los próximos Presupuestos siempre tendría a mano el relato del sacrosanto valor patriótico que tanto renta a los constitucionalistas.
Sin embargo, Rajoy siente con razón el agobio por la presión que se le acumula en las últimas horas. El presidente sabe que el relato soberanista se ha hecho un hueco en el escaparate europeo por la vía de las detenciones cuando se le presuponía -todavía se mantiene esta creencia- un disparate democrático en su aplicación. Hasta ha sembrado la duda en muchos rincones de la Unión Europea donde algunos silencios resultan demoledores cuando paradójicamente hasta hace una semana se había puesto pie en pared contra la consulta soberanista. Quizá ante la inédita por desproporcionada toma de las sedes de partidos políticos y la contestación multitudinaria sea tarde para que el Gobierno empiece a explicar con mano izquierda a los corresponsables extranjeros cuál es la sinrazón del procés. La Generalitat les lleva ya varios cuerpos de ventaja en esta imprescindible estrategia del encantamiento.
Pero en esta caótica semana el lógico desmarque del PNV ha descompuesto a Rajoy. Una desconexión que se hacía obligada una vez practicada la prueba del algodón democrático y sin esperar a las exigencias de EH Bildu. El nacionalismo vasco ha forzado así el aplazamiento de la negociación presupuestaria en medio del profundo enojo que la gasolina de las detenciones ha provocado en el lehendakari después de los pelos en la gatera que Urkullu se había dejado en advertir la falta de garantías de la consulta y de su apelación al diálogo necesario.
En sus cuentas, el PP sabe que no puede fiar su suerte indefinida en el debate territorial al apoyo del PSOE -como botón de muestra el desmarque del pasado martes- aunque también guarda en su manga la esperanza de que difícilmente los socialistas darán un paso más allá de la raya junto a Unidos Podemos y los nacionalistas. Solo le quedaría entonces el brazo solidario de Ciudadanos, posiblemente la voz más intransigente y por tanto menos idónea para anhelar un hipotético armisticio que solo podría venir desde la asunción de que el Estado español asuma que le debe una respuesta satisfactoria a su realidad territorial. Por tanto, en medio de la indignación catalanista y de la contundencia de la Justicia elucubrar sobre el mañana es un brindis al sol.