la cuestión catalana no es un problema jurídico. El gran problema que plantea la relación entre Catalunya y el Estado radica en que el Gobierno de Rajoy ha planteado la reivindicación del referéndum catalán como una mera cuestión jurídica. Cabe recordar que durante la tramitación del Estatuto de Autonomía el PP se ausentó del Parlament catalán y su respuesta consistió en la interposición del recurso de inconstitucionalidad. Desde 2012 su única respuesta ha sido jurídica. ¿De qué vale ganar recursos sucesivos si éstos no hacen sino incrementar y enquistar el problema político?

El binomio Política y Derecho rara vez ensambla bien; basta escuchar discursos como los de Rajoy o los de Felipe VI durante esta semana, anclados en el inmovilismo bajo la invocación retórica de la ley por la ley. Es cierto que la legalidad y la seguridad jurídica deben presidir el ejercicio de la convivencia en democracia. Suena muy bien y parece difícil contravenir u oponerse a tal máxima o principio, pero la apelación recurrente a la misma para impedir el desarrollo de otros valores y principios democráticos merece cuando menos una reflexión.

El recurso del político inmovilista, el argumento de quien desea seguir protegido por el pseudomovimiento, es decir, por parecer que se avanza, que hay dinamismo social y político para en realidad volver de nuevo al mismo sitio se llama siempre legalidad. Una legalidad pétrea, marmolea, rígida, inflexible, inadaptada a las nuevas realidades sociales es el reducto perfecto para quien desde la política persigue imponer la fuerza de la inercia como si ésta formara parte de una especie de orden natural de las cosas.

Tal y como señalaba con acierto el profesor Ramón Martín Mateo el mundo del Derecho, el de la legalidad, y los hombres y mujeres juristas deben comportarse como ingenieros sociales. En efecto, debemos garantizar el respeto a aquellas normas imperativas de conducta esenciales para la convivencia, pero debemos al mismo tiempo tender puentes en lugar de elevar muros y diques, debemos proponer soluciones en lugar de imponer permanentemente sanciones, debemos mostrar el camino de adaptación y adecuación del Derecho y de la legalidad a la realidad y no al revés, como con frecuencia sucede en nuestra sociedad.

Rara vez logramos este objetivo porque el Derecho casi siempre llega tarde, va por detrás de la sociedad y sus problemas y genera con frecuencia más problemas que aquéllos que pretende resolver.

Habría otros muchos ejemplos que citar. Lo relevante es conceptuar el Derecho como un producto social cuyo principal objetivo ha de ser normar las relaciones sociales, fijar un orden racional que paute conductas y, sobre todo, una herramienta al servicio de la sociedad. De hecho, nuestro término técnico en euskera, “Zuzenbidea”, camino recto, corresponde a la denominación heredada del Derecho romano y revela el sentido de una sana convivencia entre Derecho y sociedad.

Ello significa huir de utilizaciones torticeras o fraudulentas del Derecho y además supone eludir meandros normativos que encubren auténticos fraudes de ley. Esta premisa exige huir de simplificaciones siempre estériles e injustas y ha de suponer también no caer en la demonización de conceptos, porque la realidad jurídica es mucho más compleja de lo que los habituales discursos políticos pretenden hacernos ver desde un maniqueísmo tan superficial como perturbador.

La gran diferencia entre unas sociedades y otras no se llama legalidad, se denomina cultura política, cultura democrática. Para los ingleses o los estadounidenses -dos de los mejores ejemplos de construcción democrática, ambas imperfectas pero consolidadas, asentadas y con un nivel de madurez que cabe envidiar desde nuestra poca cintura jurídico-política- la realidad se construye de forma dinámica, atendiendo a lo que los ciudadanos directamente o a través de sus representantes propongan. Y es la legalidad, la realidad jurídica la que se adapta a esa exigencia de dinamismo.

En el caso español ocurre exactamente lo contrario: primero se construye la realidad jurídica, el bloque de legalidad y ha de ser la vida social, la realidad social y política la que deberá encajar sí o sí en tal dimensión legal preestablecida. Y lo que no encaje en la misma es rechazado, porque conforme a esta rígida concepción lo que no existe en la ley no debe existir ni ser reconocido en la dimensión social o política. Y así nos va, enrocados y sin desarrollar una cultura política para la convivencia entre diferentes.