voy a intentarlo. ¿Cómo resumir para el lector del Grupo Noticias lo que está pasando ahora en Catalunya? El reto me atrae: al explicar a público no catalán este momento quizás acabé de comprender yo mismo una situación que tiene zonas tapadas por la polvareda.

Empecemos con cuatro hechos básicos. Primero: hasta el año 2010 y desde finales del XIX, el nacionalismo catalán ha sido mayoritariamente autonomista, tanto a izquierda como a derecha, con oscilaciones federalistas nunca correspondidas en Madrid. Segundo: el nuevo Estatut autonómico del 2006 (que buscaba resolver la financiación y definía Catalunya como nación) fue recortado y diluido por el TC a pesar de haber sido aprobado en referéndum oficial. Tercero: esta maniobra, a instancias del PP, puso en marcha una mutación en la mentalidad de amplios sectores de la sociedad catalana, que abrazaron la idea de la independencia como algo necesario y posible. Y cuarto: los partidarios de la secesión acertaron etiquetando la causa como “derecho a decidir”, poniendo más énfasis en la extensión de la democracia que en la identidad colectiva.

Estos días, estamos comprobando que Madrid no se tomó muy en serio el crecimiento espectacular del independentismo catalán, que en menos de cinco años ha pasado de porcentajes cercanos al 20% a un 48% en las últimas elecciones al Parlament, las del 27 de septiembre de 2015. Políticos y periodistas de la capital española han menospreciado y ridiculizado las multitudinarias y pacíficas manifestaciones soberanistas. Además, el gobierno de Rajoy no dio, a priori, importancia a la consulta participativa del 9 de noviembre de 2014, un ensayo de referéndum impulsado por el Govern de Artur Mas, en el que votaron más de 2.300.000 ciudadanos, un 80% de los cuales dijo sí a la independencia. El gol que se apuntó el bando soberanista y la atención internacional que suscitó encendieron las alarmas del Estado y, con posterioridad, se puso en marcha la máquina judicial para juzgar e inhabilitar a Mas y a tres de sus consellers.

El punto de partida del nuevo independentismo catalán era conseguir un referéndum vinculante pactado con Madrid, al estilo del que Escocia celebró el 18 de septiembre de 2014. La rotunda y frontal negativa del gobierno central a esta vía ha desembocado en un escenario de desobediencia institucional y ruptura amparada en un choque de legitimidades. Para los poderes del Estado, Catalunya es únicamente la parte de un todo, un demos desprovisto de capacidad de decisión sobre sí mismo. Remitir la solución del conflicto a una eventual reforma constitucional esconde una trampa estructural insalvable: los catalanes serán siempre una minoría dentro del Estado español, sometidos al dictado férreo de los grandes partidos españoles, PP y PSOE. Paradójicamente, los populares tienen un apoyo electoral muy pequeño en Catalunya.

Así las cosas, el independentismo catalán intenta lo nunca visto: un referéndum de autodeterminación en contra del Estado constituido y en un contexto pacífico. A pesar de contar con una gran movilización a través de entidades cívicas como la Assemblea Nacional Catalana y Òmnium, el movimiento soberanista ha sido prisionero del lema “tenim pressa” (tenemos prisa), lo cual le ha restado tiempo necesario para ampliar su base social. El Govern que preside Carles Puigdemont (que reúne a PDECat y ERC) cuenta con mayoría parlamentaria gracias a la CUP, pero su misión sería menos complicada si el porcentaje obtenido por el conjunto de las fuerzas independentistas en los comicios del 27-S -considerados plebiscitarios- hubiera sido mucho más holgado.

Ante la cerrazón de Madrid, esta pasada semana, la mayoría independentista en el Parlament ha tomado un atajo: ha forzado el reglamento al máximo para aprobar de manera urgente la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica. Mientras, la oposición unionista ha practicado el filibusterismo parlamentario para retrasar estas decisiones y generar ruido. La imagen que ha trascendido de la Cámara catalana ha sido más caótica que épica, más agitada que histórica. Al independentismo, esta vez, le ha costado explicarse. La respuesta del Estado ha sido inmediata: el TC ha anulado la Ley del Referéndum y la fiscalía se ha querellado contra todos los miembros del Govern. Asimismo, Rajoy ha jurado que el referéndum no se celebrará. Puigdemont y Junqueras van a llegar hasta el final, porque echarse atrás -a estas alturas- sería mucho más desastroso para el independentismo que cualquier otra opción. Creo que en la Moncloa nunca pensaron que un president de Catalunya sería capaz de asumir este camino con tanta determinación.

¿Qué pasará? No lo sé. Sólo puedo decir que no se trata de un choque de trenes. Es, más bien, un pulso entre dos bandos, uno de los cuales tiene todos los instrumentos para aplicar lo que los manuales llaman “el monopolio de la violencia legítima”. Pero no estamos en el año 1934, lo cual exige que Madrid piense muy bien cada una de sus medidas, para evitar reacciones que le desborden. Hasta el día 1 de octubre, fecha prevista para el referéndum, viviremos una batalla de percepciones, con mucho humo y confusión. Se va a jugar al gato y al ratón, ya ha empezado. El gobierno ha puesto en marcha el teatro del miedo con formas clásicas (por ejemplo, el registro de una imprenta a cargo de la Guardia Civil) mientras los independentistas intensifican la movilización a través del voluntariado y de los alcaldes, con la gran incógnita de Ada Colau en la capital catalana. Pero el miedo que tenían las generaciones que conocieron la dictadura de Franco ha desaparecido, afortunadamente.

Este lunes, Diada Nacional de Catalunya, una nueva gran manifestación en Barcelona pondrá en evidencia que todo esto no es una moda ni un malestar pasajero. La última ofensiva judicial contra el referéndum y los ataques e insultos de los medios de Madrid son grandes motores de movilización entre quienes llevan una estelada en la mano. Únicamente me atrevo a escribir un vaticinio: se equivocarán quienes piensen que bloqueando este referéndum se pondrá fin a lo que se ha llamado “el problema catalán”. Todo lo contrario.Columnista de La Vanguardia y profesor de periodismo de la Universitat Ramon Llull