en agosto parece que el mundo se para, dándonos la falsa sensación de que todo está bien. El descanso ayuda a creer en ese espejismo coadyuvado por la insistencia informativa de poco más que las fiestas de tal o cual pueblo; como si el mundo comenzara y finalizara en el chupín que da el pistoletazo de salida para la juerga.
Está muy bien que disfrutemos de la vida, pero sin convertirnos en un gran parque temático, en el que mande la frivolidad y todo valga. No hay más que pensar un poco para saber que los grandes asuntos siguen sin resolver y, además, afloran otros nuevos como el del turismo. Sigue habiendo temas gordos como la guerra española contra Catalunya, la debilidad del equilibrio internacional con Trump y el de Corea dispuestos a liarla, la sorprendente permisividad de apología de la dictadura por la Fundación Franco e inimaginable, por ejemplo, en Alemania, donde llegaron a no dejar piedra sobre piedra de los edificios nazis. O los muy sangrantes datos de ocupación que demuestran, aunque se maquillen los resultados, que el trabajo cada vez es más precario y no asegura la dignidad de muchas personas.
A estas alturas se sabe perfectamente que tendrá grandes consecuencias de futuro: obligado exilio económico de las nuevas generaciones que deberían hacernos el recambio para mantener los niveles de nuestra sociedad, enormes dificultades de las personas jóvenes para organizar su vida independientemente y constituir sus familias, o el aumento exponencial de la desigualdad de las mujeres por ser empleadas en peores condiciones y por menos horas, entre otros.
En 2017, la noticia estrella del verano es el cuestionamiento del modelo actual de turismo. No salta porque sí, sino por los altos niveles de saturación que se están produciendo en ciudades como Barcelona o Madrid, pero también en localidades mucho más pequeñas, y que provocan una afección negativa sobre la vida de sus habitantes.
Y lo que debería ser un debate democrático, porque tenemos derecho a pensar distinto, lleva el camino de convertirse en un arma arrojadiza sin sentido y sin un análisis real de los pros y contras del turismo de paso, que puede llegar a justificar, incluso, los numerosos desmanes que se dan por todos los lados en su nombre.
En mi opinión, es una actividad económica necesaria e importante, pero no debe ser la prioritaria. En primer lugar, por la dependencia que supone, más si tenemos en cuenta que las modas y los intereses de los y las hipotéticas visitantes no suelen ser eternos. Quedarnos única y exclusivamente en manos de otros tiene el riesgo de no controlar los ingresos después de hacer grandes inversiones públicas para ello.
Pero, sobre todo, lo que se debería analizar por los gobiernos, también el vasco, es cómo nos afecta a quienes vivimos en zonas de alta exposición al turismo de paso: las mantenemos durante todo el año, sufrimos un gran encarecimiento de la vida, en muchos casos los ayuntamientos están endeudados y desbordados por tener que ofrecer unos servicios muy superiores a la población que los mantiene, etcétera.
Me vienen a la cabeza algunas preguntas: a quién enriquece y cuánto devuelve al común, el turismo que podemos asimilar o si realmente se cree alguien que se regula solo. En el fondo de esta cuestión está el modelo de desarrollo económico que queremos, o podemos tener, porque, si fuera la apuesta más importante, el gobierno solamente debería preocuparse de montar muchas escuelas de hostelería.