En apenas cinco días, y en menos de una hora de avión entre sí, un Parlamento autonómico decide dejar sin voz a quienes piensan diferente; efectivos de la Guardia Civil empiezan a tomar declaración por su cuenta a cuantos avanzan en favor de un referéndum; y un presidente del Gobierno acepta que se altere el reglamento judicial para no sentirse incomodado al declarar como testigo en un caso de corrupción. En el Estado español, la esquizofrenia cabalga desbocada sobre la realidad política hasta el extremo surrealista de forzar un uso caprichoso de la legalidad que parecería más propio de un país dictatorial, al menos sin duda huérfano de convicciones democráticas, de un respeto mínimamente escrupuloso al corpus jurídico. Y en el medio, muy lejos de esta angustiosa convivencia con la legalidad, la constatación ciudadana de una radiografía de exigencias mucho más reducidas que le permite acariciar, incluso desde el vejatorio crecimiento tan humillante de la temporalidad laboral de sueldos ínfimos, una incipiente mejora económica en sus bolsillos que es capaz de desbordar todos los récords turísticos.
Quizá porque Mariano Rajoy sabe que el bolsillo desnivela más votos que la ideología en los momentos de apuro, despachó ayer con el desprecio del silencio toda referencia a su doliente comparecencia como testigo en la financiación irregular del PP. Posiblemente un desparrame de impunidad le valga para sostener en el balance de su medio año de turbulento mandato semejante displicencia, pero debería ser consciente del daño -en realidad, quizá ni le importe- que olvidos tan sonoros provocan en la cuestionada higiene democrática de su partido. Este evidente error político que supone regatear el análisis de su experiencia judicial también priva a Rajoy de contragolpear a cuantos rivales le vienen acechando porque salió indemne de tamaño atolladero. En el peor cáliz de su curtida experiencia política, el presidente es verdad que no cambió la opinión de la ciudadanía con sus calculadas respuestas, pero mucho menos cayó en las garras de una acusación, a quien le pesó el momento histórico de acorralar a un gobernante acechado dentro y fuera de la sala por un caso de corrupción. Quizá porque los elementos, incluidos los reglamentarios de la propia jurisdicción -además de la significativa ausencia de Luis Bárcenas y de los capos de la Gürtel- jugaron a favor del testigo como nunca hasta ahora había ocurrido en una vista. No deja de ser desolador que la justa protesta por el uso caprichoso de la ley en el trato que se le dispensó apenas merezca otra respuesta que su testimonial reflejo en el acta.
Con la ley en la mano, Junts pel Sí hace de su capa un sayo. Prisioneros de su tensión interna bajo la consigna de prietas las filas y de la presión externa desde Madrid y de la propia patronal catalana, los gurús independentistas son capaces de desinflar los principios de la discrepancia hasta limites rayanos con el despotismo. Bajo esa filosofía se enmarca el nuevo Reglamento del Parlament donde sencillamente la mayoría no deja opinar a la minoría y le exige como única vía que se someta a sus designios. Sobre esta idea tan poco edificante para la convivencia quiere construir el soberanismo catalán el armazón legislativo de su futuro desconectado de España. No es extraño, por tanto, que el Tribunal Constitucional apenas tarde un par de días en desmontar tan abominable andamiaje.
Con la misma celeridad debería justificarse desde el Ministerio del Interior el desmedido despliegue de la Guardia Civil por los pasillos de la Cámara catalana a la caza desesperada de cuantos dirigentes catalanistas han optado por alinearse a favor de un referéndum que todavía no ha sido convocado oficialmente. ¿A qué orden judicial obedecen semejantes requerimientos que en algunos casos acaban en imputaciones directas? ¿Qué delito se ha cometido en relación a una consulta oficiosa? Así las cosas, parece elocuente que la temible sensación del miedo asoma como una nueva arma disuasoria que el Gobierno central decide utilizar para anidar más aún las dudas entre los promotores de esta iniciativa que cada día suma más sinrazón y pierde credibilidad. Tampoco Rajoy es inocente cuando en medio de tan cruenta batalla de nervios y después de ignorar durante cinco largos años de mayoría absoluta las reivindicaciones nada belicistas del Gobierno Vasco da la cálida bienvenida al lehendakari, Iñigo Urkullu, para fijar una hoja de ruta que encauce mediante el diálogo y no el órdago el apuntalamiento de un autogobierno real.