En su particular confesionario político, Carles Puigdemont ha ido pulsando el nivel de testosterona independentista de sus consejeros hasta darse cuenta de que algunos empezaban a flojear. Había bastado que sobrevolara apenas cinco minutos desde Madrid la amenaza hacia el patrimonio particular de quien impulse el referéndum del 1-O para que temblaran las piernas y, sobre todo, los bolsillos dentro del Govern. Otra vía de agua. Por eso, hábil como siempre en el requiebro desde la trastienda, Oriol Junqueras ha acabado de un plumazo con las dudas existenciales, que curiosamente siempre están en el lado del PDeCAT. Lo ha hecho obligando al president a recomponer sin distracciones una auténtica guardia de corps, leales hasta el último suspiro con el desafío independentista y purgando a los débiles de espíritu secesionista. La respuesta contundente para que Mariano Rajoy entienda que no nos moverán.

Con el paso de los días, los nervios se están apoderando peligrosamente de los dos bandos atrincherados en esta pelea territorial. Supone el escenario más favorable para la sucesión de errores y de decisiones tremendistas capaces por sí solas de ensombrecer una hipotética salida de este absurdo túnel. Semejante desvarío impide predecir con un mínimo de rigor cuál podría ser su desenlace. Incluso, no debe ser entendida como una temeridad afirmar que ninguno de los dos gobiernos saben cuál será su última palabra en este conflicto, donde las apelaciones al diálogo son puro espejismo. Más allá de cruzarse bravatas desde teatros o instituciones, desde cada uno de los dos lados nadie se ha empeñado en adentrarse por la senda del sentido común, a la que apelan voces concernidas como la última del lehendakari Urkullu. Desgraciadamente la testosterona se está imponiendo a la razón y así se genera todo un repetitivo carrusel de despropósitos donde a la permanente proclama de sacar las urnas a la calle se responde indefectiblemente con la advertencia del látigo de la ley, una y otra vez hasta el hastío.

Pero en el camino la bola de nieve del procés empieza a causar estragos inesperados. Es lo que comúnmente vendría a denominarse efecto Rajoy, esa táctica eficaz consistente en dejar pasar el tiempo a conciencia para que los demás se equivoquen o, incluso, hasta desistan. Le ocurre a la izquierda, donde Podemos y PSOE se exponen a una irradiación política peligrosa. De momento ya se les advierten fisuras, sobre todo en el costado catalán de la coalición que afronta una dualidad peligrosa entre sus bases y sus dirigentes. Un difícil equilibrio que le lleva a Ada Colau a anunciar entre la perplejidad del respetable su presencia en un referéndum, consciente de que no sirve para nada. Es ahí cuando Rajoy sonríe. En el patio socialista, el debate interno sobre como articular una España federal viene de lejos y ahora se ha avivado con la llama de la plurinacionalidad que puede enervar a los susanistas recalcitrantes, de momento silenciosos. En el fondo, quizá todo sea más sencillo y la descomprensión consista en reconducir el ardor soberanista y la política del quietismo a partir de septiembre por la vía de una comisión de la reforma constitucional que no deje heridos en esta batalla.

La semana ha sido demasiado tensa. Si una persona comprometida con los valores éticos y humanos como Manuela Carmena es silbada en Madrid porque se le considera tibia en su reconocimiento de repudio al asesinato hace 20 años de Miguel Ángel Blanco, debemos convenir que aún queda mucho trecho para la convivencia. Si grupos mayoritarios retuercen a sabiendas la condena de la violencia para seguir mirando por el retrovisor, la auténtica paz sociopolítica tardará mucho en llegar. Si se mantiene el deplorable empeño de categorizar a las víctimas, nos estamos equivocando en el ineludible propósito de caminar en armonía después de tanto desgarro estéril. Si EH Bildu no dice de una vez y sin recursos perifrásticos -al margen de comunicados enrevesados- que la violencia fue un error y que causó un daño irreparable -importante la presencia de Julen Arzuaga en Ermua- será imposible que una inmensa mayoría le crea su nuevo traje democrático. Fatalmente, aquel trágico secuestro del joven concejal del PP capaz de voltear sin miedo, para siempre y en la calle el rechazo a ETA y a sus inspiradores políticos dentro de una desbordante indignación popular ha desnudado en su recuerdo demasiadas miserias que deberían estar subsanadas pero que siguen colocando a las víctimas del terror en el fielato de una ignominiosa rentabilidad partidista. A muchos políticos les queda camino por recorrer. La ciudadanía, en cambio, va por delante una vez más.