los gobernantes españoles siempre han sentido y sienten un temor reverencial por los militares, una especie de sumisión atávica que suelen hacer llegar a la gente como amenazador ruido de sables, o como imperativo terminante, o como servil admiración. Este entusiasmo castrense deriva por necesidad en predisposición al autoritarismo, tendencia que en nuestra historia reciente asoma ya desde la Constitución que, pese a quien pese, fue un parto condicionado por el franquismo autoritario y por la amenaza latente en los cuartos de banderas.

Si se repasa la historia de estos cuarenta años de democracia formal, jamás podrá escucharse el más mínimo reproche de los gobernantes al Ejército ni a cualquiera de eso que llaman Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Por el contrario, en los discursos gubernamentales han prevalecido el servilismo, el acatamiento, el acojono, la fascinación por los uniformes, las charreteras y los tricornios, quizá como resultado del temor a que algún condecorado, brazos en jarras, diga aquello de “a ver quién manda aquí” y se acabe el chollo.

Dan miedo personajes como el fiscal de la Audiencia Nacional José Perals, que ha colocado en el putrefacto pastel de la reyerta tabernaria de Altsasu la siniestra guinda de unas desaforadas peticiones de cárcel. Supongamos que jurídicamente los hechos superaran la simple pelea de bar y constituyeran delito de odio, o de agresión a la autoridad como mucho. Supongamos que el altercado hubiera sido en Lepe, o que los apalizados no hubieran sido guardias civiles sino hinchas del Betis. Da miedo ese fiscal que echa mano de un supuesto documento de ETA del año 1976 para basar su enloquecida petición de penas colocándose en posición de firmes ante la Guardia Civil. A estas alturas, con ETA cautiva y desarmada, cuando lo que se debaten son las fórmulas más convenientes para la reconciliación y la convivencia, viene el fiscal Perals y reclama 375 años de cárcel para los ocho jóvenes altsasuarras implicados en la reyerta. El fiscal, no hay que olvidarlo, no representa al poder judicial sino al poder ejecutivo, al Gobierno que jerárquicamente le nombró, a ese Gobierno al que pretende complacer escarmentando a los jóvenes que osaron agredir a los sacrosantos tricornios. Dan miedo, claro que dan miedo quienes trasladan a la sociedad que las denominadas Fuerzas y Cuerpos siempre tienen razón, que son intocables no sólo en su integridad física sino en su imagen y que quien ose replicarles o enzarzarse con ellas tendrá un desmesurado plus de castigo.

El caso de la reyerta, o agresión, o lo que hubiera ocurrido la noche del 16 de septiembre en un bar de Altsasu, es un despropósito desde el primer momento. Al servilismo habitual de los poderes públicos ante los tricornios hay que añadir la intervención de ese nuevo poder fáctico que son algunas asociaciones de víctimas ante las que los gobernantes se cagan por un simple cálculo de pérdida de votos. Por miedo se ha elevado la pelea a delito de terrorismo, cuando en el peor de los casos podría haberse derivado hacia un leve delito de odio. Y eso, considerando si tal odio no iba en ambas direcciones y el odio no fuera mutuo entre esos jóvenes y los guardias, o si sobre esos jóvenes no hubiera caído todo el odio de Covite.

Y puestos a aterrorizar, puestos a matar moscas a cañonazos, ahí queda la amenaza de María Dolores de Cospedal, ministra de Defensa, a los independentistas catalanes. Empeñada, como todo su Gobierno y unos cuantos chauvinistas más, que hay que impedir el referéndum en Catalunya, ha echado mano de la intimidación militar. Para eso está el Ejército español, para acojonar, como siempre, como cuando los beatificados padres de la Constitución les otorgaron la función de proteger la sacrosanta unidad de España.

Por tierra, mar y aire, dice la ministra metiendo miedo, se parará los pies al desafío secesionista. Que detengan ese tren, o se atengan a las consecuencias, o sea: al alba y con viento de levante la Armada bloqueará el puerto de Barcelona, atronará el vuelo rasante del 402 escuadrón de los F-4 y la Brunete apatrullará las Ramblas. Es su estilo. Ante la secesión, el fusilamiento. Queda una vez más claro, muy claro, el espasmo autoritario de los gobernantes españoles agazapados tras el caqui o el verde, la gorra de plato o el tricornio. No van a solucionar el problema, por supuesto, pero sí que van a meter miedo.