f elipe VI no vive sus mejores horas. Le persiguen sus equivocaciones. En un país harto de la corrupción, desangrándose sus clases medias por la crisis y sus secuelas, crítico con las respuestas políticas a sus exigencias, su rey apenas ofrece otra solución que la ley. En ese mismo país, la solemne celebración de sus primeras elecciones democráticas hace 40 años se ha ido tristemente por el sumidero porque sus dos reyes, padre e hijo, parecen hacerse trampas al solitario propinando así otra bofetada a la institución que sostienen. Un despropósito más en ese país que contempla el encallamiento de una política de bloques antagónicos, muy lejos del espíritu de concordia y de consenso de aquella Transición en la que unos se miran esta semana con melancolía y otros sencillamente repudian. Juan Carlos I no tiene razón alguna para protestar porque su hijo y la presidencia del Congreso no le invitaron a celebrar el 15-J de 1977. Debería asumir que legalmente perdió su sitio como referencia institucional desde la abdicación. Más allá de la clamorosa ausencia de una articulación constitucional para regular esta incómoda convivencia, uno y otro deberían haberlo zanjado, no obstante, en el mismo palacio donde supuestamente conviven algunos días de cada semana. Una responsabilidad del rey porque ahora le persigue la sombra del veto, que hubiera evitado tan solo con un transparente ejercicio de comunicación explicando cuáles son las normas del protocolo. O tal vez todo se reduzca a que el hijo no quiso pasar por el amargo cáliz de explicar al padre que su presencia provocaría un mediático rechazo que ensombrecería el calado del acto. Con todo, resulta paradójica esta insólita comprensión hacia el disgusto del monarca emérito que se contrapone con aquellas imparables muestras de rechazo a su figura todavía recientes por sus múltiples torpezas, algunas deplorables.
Errores, en suma, que erosionan como ese discurso de Felipe VI que solo tranquilizó al Gobierno porque le apartó de toda responsabilidad social, ética, política y económica ante las reivindicaciones pendientes. Más allá de rescatar la palabra dictadura como sinónimo de franquismo, el rey desbarró al ofrecer la ley como única herramienta de solución. Hubiera bastado una mayor comprensión del pálpito mundano sin zaherír siquiera al PP para no soliviantar más a quienes le cuestionan. Como si la solemnidad de la ocasión estuviera supeditada a la complacencia y ningunease a la exigencia. Así fue.
Ileso por tanto en ese envite, el PP sigue obsesionado en construir su propio muro de contención ante la ofensiva que le va desgastando con contínuos revolcones por culpa de su patética soledad. Es por ahí donde busca refugio en el compromiso del dúctil ideario de Albert Rivera tras salvar los Presupuestos. A Rajoy le interesa especialmente esa fotografía de un Parlamento fraccionado en dos grandes bloques porque entiende que sale ganando ante el votante cuando contrapone una labor de Gobierno el riesgo de esa izquierda desunida y belicista, que se trata de buscar a sí misma mientras supera sus recelos mutuos. Al presidente, ni siquiera la reprobación del engreído ministro Montoro le quita un minuto de tiempo. Ni mucho menos el déspota Luis Bárcenas, menos fiero que nunca con sus viejos compañeros del PP, justo ahora que llega el primero de sus exámenes ante los jueces. Ni tampoco el patético vodevil de esas ineficaces comisiones parlamentarias de investigación en las que se pretende ajusticiar políticamente los excesos de la corrupción en los partidos. Su tiempo es otro y ni siquiera afecta a la urgencia de una respuesta al desafío soberanista de Catalunya, a la que le apremiaron muchos parlamentarios constituyentes para que mantenga la mano firme.
Rajoy se siente muy seguro de su futuro porque sabe que el ruido de las contradicciones desgasta al contrario, que le favorece la imposible unidad de acción más allá de los fuegos de artificio que impulsan Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Que ladren porque sigue cabalgando. Mientras tanto, el curso acaricia las vacaciones sin otro registro que las cuentas aprobadas. La honrosa excepción -aunque de incalculable valor para el Gobierno- que eclipsa la incapacidad de un mínimo entendimiento para desatascar las asignaturas pendientes en sanidad, educación, reforma laboral o regeneración democrática. Al rey tampoco le preocupa.