parece que a los que no fuimos protagonistas de aquello llamado “transición” se nos niega legitimidad para hablar de lo que significó. Sí, he leído incluso a amigos a los que aprecio decir que como ellos estuvieron en primera fila, es demasiado fácil que otros critiquemos con los actuales datos lo que entonces se gestó. Niego la mayor. Primero, porque una razón biológica (cuestión de edad) no puede desautorizar una crítica política. Y segundo, y más importante, porque ya somos amplia mayoría en la sociedad los que no participamos pero sí vivimos en sus consecuencias. Más bien, las sufrimos.
Vaya por delante que reconozco que quizás fue lo único posible para salir de una dictadura que aún mantenía intactas sus estructuras, sobre todo las de fuerza. Pero admitan también que no sabremos nunca qué habría pasado si se hubiera optado por una ruptura y no por esa suerte de “ley de punto final” que supuso la amnistía. Porque sí, se vaciaron las cárceles de presos políticos, pero de paso se hizo un borrón y cuenta nueva sobre los crímenes del franquismo y sus autores se incorporaron sin dar explicación alguna (lo del arrepentimiento, reconocimiento del daño, etc. Lo dejamos para mejor ocasión) al nuevo régimen que se alumbró tras las elecciones de junio de 1977.
Como quiera que aquella transición fue tutelada por un Ejército que indisimuladamente lanzaba advertencias, no se pudo abordar con libertad algunos de los asuntos fundamentales en la estructura de estado que siguen pendientes de resolución. Por eso, cuatro décadas después siguen sin resolverse los problemas nacionales de Euskadi y Catalunya, sigue sin reconocerse unas realidades que exigen respeto a sus decisiones y sigue encomendándose al Ejército (en una anomalía sin parangón constitucional alguno) que actúe contra parte de su ciudadanía si esta decide impulsar un proceso independentista. Arzalluz lo ha vuelto a recordar esta semana. La prueba de que es una cuestión irresuelta es que, ahora Catalunya y antes Euskadi, han estado en el centro del tablero político español durante todos estos años.
Aquella Constitución redactada por representantes de las primeras elecciones y respaldada después por la mayoría de la ciudadanía nació coja y, desde luego, ha quedado obsoleta. Somos ya amplísima mayoría los que no tuvimos ocasión de votarla, los que hemos crecido viendo cómo ese texto se ha usado como muro de contención frente a demandas democráticas, y por eso va siendo hora de revisarla sin tutelas. O seguiremos otros cuarenta años con los mismos problemas aunque ya se sabe que lo que no mejora, tiende a empeorar.