La investidura de Susana Díaz como generala del PSOE no hubiera levantado pasión alguna, salvo Pablo Iglesias frotándose los manos. Posiblemente ni siquiera hubiera sido capaz de eclipsar la perfomance de la moción de censura. A Pedro Sánchez, en cambio, le acompaña el morbo de la vendetta en plato frío, del jocoso triunfo de David, del toque a arrebato para asustar a Mariano Rajoy, de la rebelión del afiliado, de los interminables cantos de sirena de la unidad de la izquierda. Vaya, que el nuevo secretario general tiene asegurada en el arranque de su segundo mandato la borrachera tipográfica, las adhesiones inquebrantables de adictos y advenedizos y el éxtasis de la militancia más rebelde y desafiante. En medio de la euforia llega con la lección aprendida, sin ninguna ansiedad, sabedor de un respaldo final a su Ejecutiva mucho más allá del 52% de las primarias, sin desbocarse en su discurso intencionadamente ilusionante y los guiños bien dirigidos.

En este 39º Congreso, el PSOE despide a una generación de dirigentes. Curiosamente unos días después del 40º aniversario del histórico 15-J al que prácticamente todos ellos contribuyeron, finiquita sin inmutarse a un batallón de legendarios referentes que pagan con semejante frialdad errores de arrogancia, de escandalosa derechización y, sobre todo, de desconexión del pálpito social. Así es como se ha sustanciado el golpe de mano democrático del irredento Sánchez ante el paquidermismo de las trincheras oficialistas de Ferraz, aturdidas todavía por su derrota y quizá mucho más débiles al dejar sus despachos de lo que imaginaban cuando idearon cómo torpedear a su irreconciliable enemigo. El susanismo ha muerto para mucho tiempo como colectivo antagónico al reciente poder establecido. Pero siempre quedarán ese ramillete de nostálgicos ávidos de las previsibles sacudidas puntuales y el batallón de francotiradores dispuesto a la refriega ante la mínima desviación ideológica por los surcos del debate territorial -¡ay, Catalunya!- y de los coqueteos sobre la unidad de la izquierda. En su refugio, los perdedores rumiarán su soledad -y posiblemente sin pan ni agua- siquiera hasta las próximas elecciones generales donde solo un mal resultado les permitiría salir de las catacumbas para exigir responsabilidades aunque ya sin el resorte de los aparatos internos tan demoledores. Hasta entonces, a procurarse el abrigo.

Decidida sin novedades su guardia de corps más pretoriana, solventado el morbo de conocer quiénes acuden a regañadientes, en este fin de semana del puño y la rosa en el Campo de las Naciones todo pasa por saber cuánto ha modulado el indomable Sánchez la perorata desoladora que le soltó a Jordi Évole en Salvados. Iglesias y Rajoy le escucharán atentos, pero también Puigdemont. Será mañana, en pleno éxtasis por las adhesiones interminables de casi ocho mil socialistas enfervorecidos, cuando el líder socialista diga sin mirar a la galería por dónde quiere llevar a su partido cuando se trate de sustanciar la unidad de la izquierda, el frente común necesario para desalojar al PP del Gobierno y el desafío independentista catalán.

Bien sabe Sánchez que se le espera para que tome partido sobre el referéndum en Catalunya. Quizá la coincidencia en su Ejecutiva del persistente jacobino Guillermo Fernández Vara y del federalista asimétrico Patxi López suponen más que un gesto, representan toda una intención de abanderar un rumbo propio en el tiempo y sin urgencias. Pero no le queda espacio para el disimulo ni el regate en corto. En su reciente campaña interna abanderó la idea de reformar la Constitución para reconocer de una vez el carácter plurinacional del Estado español mientras algunos compañeros al escucharlo se llevaban las manos a la cabeza. Pablo Iglesias, su auténtico enemigo, ya le ha tomado la delantera.

Además, es muy posible que en sus conciencias territoriales no haya más diferencias que abrir la mano con el derecho a decidir; en cambio, los dos cierran el puño para mantener la unidad de España. Posiblemente sobre este sendero tan pedregoso pueden seguir abonando el terreno, siquiera semántico, de la unidad de la izquierda que tanto desespera a Rajoy y, desde luego, a los cavernícolas ideólogos de Faes. En realidad, tampoco debería preocuparse el presidente en exceso. Bien sabe él que, cuando llegue la hora de acumular fuerzas desde la oposición para sustentar a un candidato alternativo que nunca será Iglesias, por allí emergerá Ciudadanos a modo de manzana de la discordia y así se romperá el hechizo.