Más allá de algunas zafiedades de Rafael Hernando y de las recurrentes provocaciones de Pablo Iglesias, Pedro Sánchez sobrevoló ayer en los minutos de oro de la moción de censura. La evocación figurada del secretario general del PSOE se desparramó por el discurso atildado y con mensaje del neófito portavoz socialista José Luis Ábalos, en las insistentes apelaciones a la unidad de la izquierda en la boca del líder de Podemos Unidos y en las advertencias del Partido Popular sobre el riesgo que este acercamiento entrañaría para la estabilidad del país y sobre todo en Catalunya. Fue la única lectura mínimamente constructiva que deparó el uso -en este caso, tan interesado como intencionado- de una iniciativa concebida para cambiar el signo político de un Gobierno y que, sin embargo, apenas se limitó a espolvorear los titulares más gruesos de hemerotecas y tertulias mediante discursos críticos demasiado pendientes del retrovisor, urgidos por su propagación desde las redes sociales y sin atisbo alguno de proyectarse al futuro.
No debería entenderse la lógica derrota de Podemos como una victoria del PP y ni siquiera como el ejercicio de un esfuerzo político estéril. Algunos discursos han dejado poso a modo de frases lapidarias, de admoniciones inquietantes y de invocaciones para esbozar cuál puede ser el signo de las futuras relaciones políticas.
Pablo Iglesias, por ejemplo, debe saber que jamás será presidente de Gobierno si necesitara siquiera un voto de las otras tres fuerzas mayoritarias. No le quieren porque desconfían de su oportunismo político, les desagrada su insolencia y temen que dificulte la necesaria convivencia entre diferentes.
Pero tampoco Rajoy debería descuidarse porque sabe de la ineficacia de esta alternativa líquida. El hedor de la corrupción, imparable y sin medidas profilácticas, le puede dejar inquietantemente aislado. Por esa rendija empezarán a trabajar entre mutuas desconfianza Podemos y Pedro Sánchez mientras Albert Rivera aguarda a recoger los restos del desgaste del Partido Popular para hacerse cada vez más determinante.
La unidad de la izquierda puede convertirse en la canción del otoño. Iglesias está loco por esa música porque le supone la tabla de salvación para mantenerse en el foco y de paso le permite seguir metiendo el dedo en el ojo socialista. Pero pinchará en hueso. Pedro Sánchez se lo pondrá muy difícil más allá del acuerdo en la próxima reprobación de Montoro o en la reforma de RTVE.
El líder socialista quiere recuperar el poder desde la izquierda pero sin entregar su ideario -hablamos de la cuestión territorial y de Catalunya en particular- a cualquier precio y sumando con los dedos los votos que le faltan, incluido Ciudadanos. Y cuando le corroan los momentos de debilidad allí siempre encontrará so pretexto de una cuestión de Estado -unidad de la patria y nada de derecho a decidir- la mano tendida de un PP tan inquieto por el alcance de esos guiños venideros entre sus rivales como por el estallido de nuevos casos de corrupción en altos cargos, familiares incluidos.