en el Consejo de Ministros, se respira una creciente incomodidad con Rafael Catalá. No es un rumor, sino una realidad. Y el titular de Justicia lo sabe porque lo nota, sobre todo cuando mira a los ojos al presidente del Gobierno. Mariano Rajoy empieza a hartarse de los errores hasta pueriles de cargos políticamente estratégicos porque le acercan un poco más al disparadero, le comprometen sin remisión su propia estabilidad y erosionan la honradez de su partido y también la credibilidad del propio Estado de Derecho. La bola de nieve de la corrupción empieza a rodar demasiado vertiginosa. En su caída por la pendiente viene desarmando inmisericorde la paciencia de un PP azorado por las dentelladas de una Justicia que ha puesto el ventilador en marcha para solaz del altavoz mediático. Y es ahí cuando Rajoy -mucho menos acorralado personalmente de lo que pudiera imaginarse- se apresta a taparse con la manta de los prometedores datos macroeconómicos de la UE para España, suspira por el disputado voto del vascocanario Pedro Quevedo en los Presupuestos y se entrega confiado al Real Madrid en la final de la Champions y así distraer durante varios días la perplejidad ciudadana ante el denigrante espectáculo de putrefacción.
En el PP abundan las malas compañías. Posiblemente represente una mera cuestión de estirpe, o quizá son meros siervos de la fácil tentación. Ocurre, por ejemplo, cuando se les escucha a Ignacio González y Eduardo Zaplana conspirar para llenarse sus bolsillos o sembrar de minas la ruta de sus enemigos, que se cuentan por decenas. Son dos estandartes de la confabulación diabólica, el icono de quienes entendieron infinita la impunidad del gobernante y la levedad del pecado de la arrogancia. Para muchos, simplemente gángsters. Solo les separa la suerte, esa que marca la distancia entre la cárcel y el pelotazo en Telefónica. En sus entrañas les une el mismo afán maquiavélico, la usura como referente moral y una irrefrenable exigencia de sumisión hacia aquellos medios a quienes engrasaron debidamente con el dinero público durante años de connivencia. Además, son osados. González coge el teléfono y le pide una cita al ministro del Interior cuando ve que vienen a segarle la hierba y aún le da tiempo a ponerle en suerte a su hermano con el torpe director de Seguridad, José Antonio Nieto, este andaluz gafado desde el mismo día que decidió convertir en un resort urbano un piso de guardia civil. Zaplana, a su vez, empezó haciéndolo desde muy joven. Ahí quedan las grabaciones del caso Naseiro cuando advirtió de sus ambiciones, sus intercesiones en Púnica y ahora los intentos de blanqueo en sociedades latinoamericanas del Canal de Isabel II. Ahora bien, deben recocerse por supuesto sus méritos: Zaplana posee el récord de acusaciones por supuestas actuaciones irregulares de baja estofa y jamás se le conoce descolorido en un banquillo.
En las relaciones personales del ministro Catalá se detecta, en cambio, demasiada estupidez política. El titular de Justicia es incapaz de disimular una cena en Baqueira con empresarios procesados y desviar una consulta telefónica con el murciano Pedro Antonio Sánchez sobre su causa judicial, y capaz de interferir con total desparpajo en las investigaciones de la operación Lezo. Catalá no para de tropezarse hasta exasperar a Rajoy y, de paso, a varios dirigentes de Génova.
Llegados a este punto de presión parlamentaria, con la reprobación asomando en cuatro días, tampoco debería extrañar su recomendable dimisión para dejar inmunes a los señalados fiscales Moix -inasequible al desaliento en favor de sus amistades peligrosas de la trama González y rearmado para cualquier batalla que se precie- y su
superior Maza. A ambos juristas los defendió el presidente del Gobierno con una contundente dialéctica que empequeñeció la agresión precedente de Pablo Iglesias. Sin embargo, Rajoy debía tener prisa para irse del Congreso en la tensa sesión del pasado miércoles porque ni esperó a escuchar unos segundos después cómo un débil Catalá trataba de zafarse de las garras de la oposición.
Al otro lado se escuchan las navajas. Son los tres batallones de las tormentosas primarias
socialistas -¿serán las últimas?-librando su suerte como saben hacerlo históricamente en
este partido centenario, como cainitas reconocidos. La veda está abierta y el 22 de mayo se
recogerán los muertos de la cuneta. Hasta entonces, vía libre a la descomprensión en las
redes sociales de esta guerra fratricida mediante el bulo, la maledicencia y el ensayo de la
posverdad. No se libra ni la Gestora, que será vigilada hasta contar la última papeleta en el
recuento. Demasiados nervios. Todo por culpa de que Pedro Sánchez puede ganar.