La dimensión de nuestra Cruzada, los heroicos sacrificios que la Victoria encierra, y la trascendencia que ha tenido para el futuro de España esta epopeya, no pueden quedar perpetuados por los sencillos monumentos con los que suelen conmemorarse en villas y ciudades los hechos salientes de nuestra Historia y los episodios gloriosos de sus hijos”. Así comienza el decreto fundacional del Valle de los Caídos. Como se ve, nada que ver con la “reconciliación de las dos Españas” que luego pretendió vender el régimen franquista. Cruzada y Victoria, así, con mayúsculas.
El sucesor de Franco en la jefatura del Estado por designación digital del dictador, Juan Carlos de Borbón, hoy rey emérito y padre del actual monarca, fue quien con su firma al pie realizó la petición para que el máximo responsable de aquella traición y aquella guerra que causó centenares de miles de muertos fuera enterrado en la basílica del Valle, donde también reposan Primo de Rivera y cerca de 34.000 combatientes de la contienda, la mayoría desconocidos. Casi medio siglo después, el Congreso de los Diputados, donde reside la soberanía popular, exige que Franco sea expulsado de allí. No digo “el cadáver de Franco” porque el sentido real de la iniciativa aprobada es la de eliminar de allí el símbolo de la tiranía fascista.
Como la moción no es de obligado cumplimiento para el Gobierno, dudo mucho de que tales hechos se produzcan. Así que seguiremos igual, con Franco o sin Franco pero con el Valle de los Caídos como megalómano monumento a una guerra fratricida, a la cruzada y a la victoria, y sin que nadie acierte a decidir qué hacer con ello.
En todo caso, como suele ocurrir y era previsible, el asunto ha abierto otra trinchera entre quienes no querían ni oír hablar del tema y quienes buscaban ir mucho más allá. Al final, polémicas que eclipsan el verdadero sentido y una parte de la iniciativa aprobada por el Congreso de los Diputados, como la creación de bancos de ADN o la nulidad de las sentencias de los tribunales franquistas que van más allá de lo meramente simbólico y tienen que ver con la verdadera justicia.
Esa justicia que siguen sin tener las víctimas de abusos policiales tras la nueva decisión del Gobierno español de recurrir y dejar sin efecto el decreto vasco que las reconoce. Esas víctimas que no son caídos porque no hicieron ninguna cruzada.
Dentro de unos días se cumplirán cuarenta años de la cruel muerte de Francisco Javier Núñez, apaleado y torturado por la policía. Hace unas semanas se cumplieron 56 años del asesinato de Javier Batarrita, por disparos también de las fuerzas de seguridad. Solo dos ejemplos, ambos, de ciudadanos indefensos e inocentes que pasaban por allí. Sin derecho, al parecer, a la verdad, la justicia y la reparación. Víctimas que no están en otro valle que en el de las lágrimas de la política cruel y cicatera del PP.