Mírese la mano. Sí, usted, lector. Abra su mano y obsérvela. Aunque parezca mentira, la historia que le van a contar Javier Alberdi y Andone Bidaguren en estas líneas es tan real como su mano. Sucedió realmente y, aunque parezca ciencia ficción, las cicatrices que dejó en Gernika y en sus habitantes siguen marcadas como los pliegues de la palma de su mano.
Andone aquel abril tenía 9 años. Ese día tenía que haber estado en la escuela, en las Carmelitas, pero las obligaciones del caserío familiar se lo impidieron. “Nos trajeron dos carros de leña y mi madre nos hizo quedarnos en casa para ayudarle a ordenarla y quitarla de delante de la casa”, recuerda, “justo se terminó de tirar los carros y pasó un avión bastante bajo. Hizo varias pasadas, hasta que pasaron otros tres aviones que fueron los que bombardearon”.
Desde su caserío en Olesko, junto a sus hermanos, vio las explosiones y huyó despavorida. En lugar de entrar en el caserío, los niños se lanzaron al río que transcurría en una zona boscosa. Andone recuerda la escena con claridad: “Estuvimos cuatro horas con el agua hasta el pecho. Entre los nervios y que éramos jóvenes, no pasamos frío. No podíamos ir corriendo a ningún sitio, porque teníamos miedo de que nos disparasen. Cuando pasaba un rato sin oír bombazos, nos atrevíamos a salir del agua y subir por la muna, pero en cuanto se oía otro ruido volvíamos al agua. ¿Ya saldremos?, nos preguntábamos. Al final, fuimos a casa y los padres, que no sabían de nosotros, nos recibieron a gritos”.
Los incendios hicieron que Andone no pudiese entrar en Gernika hasta muchos días después del bombardeo. De esos días recuerda los saqueos en las tiendas: “Vimos el carro de bueyes de algún vecino cargado con género de las ferreterías de Gernika. Ya supimos qué tienda había vaciado”.
Andone se desvive por contar lo que ocurrió hace 80 años. “Yo estoy todos los años explicando lo que pasó”, relata, “hay que hablar siempre sobre el bombardeo. Para mí es una obligación. Son cosas de no olvidar nunca”.
tras el bombardeo, la huida Javier Alberdi estaba aquel día en la tienda de su familia. Iba a cumplir los diez años y recuerda las carreras a un refugio con su madre cada vez que se oían aviones. “Continuamente sonaban las campanas. Con mi madre fui corriendo hasta allí cuatro o cinco veces y me pasé casi toda la mañana en un refugio”. En uno de esos viajes una tía suya le convenció a su madre para que le dejara por los alrededores con su primo y, cuando realmente empezó el bombardeo, Javier estaba jugando en un manzanar. “Vi pasar un avión que volaba muy bajo”, explica en su domicilio de Gernika, “pasó tan cerca que vi cómo iba vestido. Le vimos echar una bomba incendiaria. Nos quedamos escondidos e íbamos saliendo para ver el bombardeo”.
El testigo recuerda que a Gernika había llegado mucha gente de Eibar: “Lo que es la ignorancia, iban a resguardarse a las cuadras, donde no había más que paja. Yo era pequeño y, al no ser consciente, no tenía miedo. Pero los eibarreses, que ya habían visto la guerra, estaban aterrados”.
Los aviones destruyeron el corazón de la villa: “Había un refugio en la calle Santa María sobre el que echaron una bomba. De los que estaban allí, no se salvó nadie. Las cifras que dicen de muertos yo sé que no pueden ser buenas. Tienen que ser mucho más grandes. Al día siguiente, mi hermano, mi primo y yo fuimos al cementerio y aquello estaba cubierto de sangre. Era una cosa increíble”.
Tras el bombardeo Javier Alberdi inició con su familia un peregrinaje como refugiados: Bilbao, Karrantza, Villaverde de Trucios, Santander... Hasta que un barco les trajo de vuelta a Bermeo y, por fin, regresaron a Gernika en septiembre: “Me acuerdo de que nos sacaron un pan blanco hermoso. Hambre no se pasó en la guerra. Eso es mentira. Eso luego vino. Empezaron a tocar las sirenas y mi madre salió corriendo pensando que era otro bombardeo. ‘¿A dónde vais?’, nos gritaron, ‘¡que aquí ya no hay de eso!”. Gernika les recibió tal y como la habían dejado: “Estaba todavía como al día siguiente del bombardeo”.
Javier Alberdi no ha dudado en criar a sus hijos contándoles lo que vivió: “Me dicen los hijos que habría que hacer una película con todo lo que les cuento”. Ochenta años después de que lloviesen bombas en Gernika, a Javier le salpica una pregunta. ¿Siente odio por lo que tuvo que vivir? Las lágrimas se asoman en sus ojos y un nudo ahoga su garganta. Los segundos de silencio se acumulan mientras se frota sus delicadas manos. Diez, quince, veinte. “¿Rencor? ... No”.