El enésimo capítulo del independentismo catalán, que comenzará a escribirse el próximo lunes con el juicio a Artur Mas, se puede llevar por delante las horas previas de los congresos de Podemos y del PP. Desde luego, a Mariano Rajoy le preocupa mucho más el pulso creciente e inalterable de la locomotora soberanista que el ajuste de cuentas entre el posibilismo institucional de Errejón o la contestación callejera de Iglesias. Y, por supuesto, el impacto dentro y fuera de España de la multitudinaria adhesión al expresidente de Generalitat por convocar una consulta soberanista de cartón piedra que los pronósticos por encima de la asegurada continuidad de Dolores de Cospedal. En Moncloa se vive con honda inquietud la última vuelta de tuerca del entorno secesionista porque fundamentalmente se ha llevado por delante en un abrir y cerrar de ojos el plan Soraya. Peor aún, porque el Gobierno español carece ahora mismo de otro plan alternativo desde la serenidad que no sea responder con ejemplar contundencia cada paso que dé Carles Puigdemont en su huida hacia adelante. Todo ello en un marco enemistado con la serenidad, donde el súbito escarnio público de la Justicia contra los cerebros y bolsillos corruptos del manido 3% del nacionalismo enrarece el debate hasta hacerlo imposible.

Valdría la petición del Govern a sus 20.000 funcionarios para que se cojan fiesta el próximo lunes y así acercarse a secundar el apoyo contestatario hacia el enjuiciamiento de Mas como símbolo paradigmático de que alguien está perdiendo el oremus, de que confunde responsabilidad con partidismo. Sirve, a su vez, la petición fiscal de inhabilitar políticamente a un expresidente como muestra elocuente de que nadie quiere amainar el temporal sino avivar las tensiones para endemoniar los enrocamientos, que los hay y muchos. En definitiva, un reprobable diálogo de sordos que parece empujar hasta el choque temerario de la acción-reacción la prolongada confrontación institucional cada día más endurecida.

Por el medio, es inevitable la lectura tan inmediata como malvada en vísperas del congreso del PP del evidente fracaso a corto plazo del voluntarismo táctico de Soraya Sáenz de Santamaría para apaciguar la tormenta catalana. Cuando se creía que el plan del puente aéreo revitalizaría a la vicepresidenta en paralelo a la incomodidad de Cospedal para lidiar la patata caliente del prepotente y desconsiderado Federico Trillo con las víctimas del Yak-42, toma voltereta. En apenas quince días, la ministra de Defensa le ha vuelto a librar de otro sofoco a Rajoy para mayor gloria de su inamovible posición de dominio en el partido mientras resuena el coscorrón de su superiora en Catalunya. Ha bastado que el soberanismo alertara de un posible adelanto del referéndum para que el Gobierno palidezca porque no tiene un plan alternativo al buenismo de la vicepresidenta. Claro está que dispone de todo un catálogo de mano dura pero te estremeces solo de pensar que algún día lo utilice. Propio de él, el presidente va a esperar. Pero que nadie se equivoque: no le temblará la mano cuando entienda que se pone en cuestión la unidad de España. Además, en el empeño siempre sentirá el respaldo de una legión de animadores cuando no la exigencia apremiante del batallón de FAES.

Pero el desasosiego también se apodera del soberanismo catalán, enmarañado en sus propias carencias porque adivina que transita por un callejón sin salida, asistido únicamente del corazón. Solo Oriol Junqueras sonríe en medio del torbellino, sabedor de que no habrá independencia pero que tiene todas las papeletas para ser el próximo president. Sabe que el tiempo juega a su favor, aunque también para Ada Colau, empezando precisamente por las mediáticas detenciones de esta semana en Barcelona. La lucha contra la corrupción asesta otro golpe neurálgico a la credibilidad democrática y de gestión de CiU, salpicada por la mancha del chipirón como acaba de reconocer el propio Jordi Pujol. Un golpe bajo para una atormentada formación que deambula ahora en manos de la CUP tras décadas de poder omnímodo. Aquellos años con 72 diputados, mayoría absoluta y capacidad de decisión presupuestaria en Madrid, cuando Mas jamás imaginó, creyó ni deseó convocar un referéndum de independencia porque su ideología no se lo permitía, suponen ahora un fatal espejismo ante las carcajadas de ERC, que espera sentada a ver pasar el cadáver de su enemigo. Pero ya no se puede bajar de la locomotora.