vuelta la burra al trigo. España sigue disimulando bajo eufemismos lo que son realidades políticas, sociales y económicas que bien podrían definirse cono “naciones”. Por eso, cuando Pedro Sánchez dice eso de que España es “una nación de naciones”, arcano profusamente utilizado que periódicamente salta a la opinión pública, se reabre un debate pendiente que debe responder a una pregunta: ¿qué es España?

La Constitución alumbrada en 1978 bajo la vigilante mirada de los restos del franquismo, sobre todo de los militares, habla de “la indisoluble unidad de la nación española”, para referirse en el mismo párrafo a las “nacionalidades”. Y ahí, España se vuelve a enredar en un irresuelto problema porque echar mano del término “nacionalidades” es recurrir al eufemismo empleado ya por la Unión Soviética para evitar reconocer que el comunismo había acabado con las naciones que integraban la potencia configurada alrededor de Rusia.

La caída del Muro de Berlín y el renacer de todas esas naciones supeditadas hasta entonces a Moscú puso las cosas en su sitio pero en España continúa un enorme muro ideológico que se niega a admitir esa realidad que, se pongan como se pongan, antes las izquierdas y luego las derechas, existe. Euskadi es una nación, como lo es Catalunya. Y supongo que España, también. Lo que no es comprensible es que todas ellas, juntas, sean la misma. Eso es un Estado, no una nación. A ver cómo nos explica Pedro Sánchez ese aserto que parece más una adivinanza que una propuesta política.

Pero el problema no es precisamente nuevo. En el libro Llámame Telesforo (Txalaparta, 2006) de Iñaki Anasagasti se recogen en la última parte las intervenciones de los diputados vascos en el Congreso del convulso diciembre de 1935, seis meses antes de la sublevación franquista que dio paso a la Guerra Civil y a la dictadura. Calvo Sotelo pedía la ilegalización del PNV por las expresiones que sus dirigentes vertieron en un mitin en el Frontón Urumea en el que cuestionaban la “unidad de España”. Les sonará ese “España antes roja que rota” que en aquella sesión defendió vehementemente el líder derechista español asesinado unos meses más tarde.

Pues bien, Monzon, Agirre o Irujo tratan vanamente de explicar que Euskadi es una nación y España es otra, a la que respetan sí, pero siempre que se restaure la bilateralidad que reflejaba la situación anterior a la abolición foral de 1839. Como explicaba el que fue primer lehendakari en aquella sesión, “la trampa” (tan actual) es que los fueros quedaban confirmados “sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía española”.