Oriol Junqueras llamó aquella mañana del pasado abril a Soraya Sáenz de Santamaría. La asfixia financiera se apoderaba -aún lo sigue haciendo- de la Generalitat. La vicepresidenta del Gobierno español le atendió con diligencia porque entendía la angustiosa demanda como un asunto de Estado. Pero no desaprovechó aquella conversación. Con inusitada rapidez conminó a Cristóbal Montoro a que hiciera un hueco en su agenda inmediata para recibir a la cara más auténtica del soberanismo catalán y darle una solución siquiera transitoria, como así hizo pocas semanas después y en un clima de mutua colaboración como nunca se ha querido trasladar. Mientras, desde la otra esquina de La Moncloa, Mariano Rajoy asentía complacido al desenlace. Quizá en silencio, por supuesto, imaginaba cómo asignar los papeles protagonistas para encarar el reto institucional más proceloso que afronta su idea de la inquebrantable unidad de España.

En aquella desesperada petición de Junqueras, la vicepresidenta también dedujo que el líder de ERC quería convertirse en el principal, por no decir único, interlocutor político de la Generalitat con el Gobierno de España. Montoro, desde luego, sacó la misma conclusión. Y a ambos no les desagradó la idea porque entendían que en cuestiones de semejante calado, siempre es mucho mejor entenderse con el original que con la copia. Además, Carles Puigdemont no ha caído en gracia posiblemente porque siempre se le ha visto en Madrid pegado a su certificado de caducidad. Junqueras, claro, acabó encantado con semejante reconocimiento porque entendía que había franqueado con éxito y sin taquígrafos esa puerta que la mitad de Cataluña considera maldita desde aquel arrebato independentista de Artur Mas en su primer fracaso electoral.

Sáenz de Santamaría y Montoro volverán a verse las caras con Junqueras. Será en la hora de la verdad. Así lo ha querido Rajoy en la composición nítidamente ‘marianista’ de su nuevo gobierno. El presidente ha elegido a su valido más preciado para desenmarañar su compromiso institucional más dramático, ese que jamás imaginó llegara tan lejos posiblemente porque siempre creyó que la vara de la Justicia le permitiría doblegar las exigencias independentistas catalanas. Pero mantiene que hay tiempo -como siempre, claro- para jugar la partida muy por encima del órgano del próximo referéndum soberanista, posiblemente porque intuye el dudoso entusiasmo de Puigdemont con tal osadía. Soraya también lo cree.

De entrada, entre ambas trincheras solo existe como punto de partida el antagonismo, mucho más visceral desde ERC. Solo los republicanos catalanes exasperan al Gobierno español cuando blanden su hoja de ruta. Cuando habla el nacionalista Francesc Homs desde la tribuna del Congreso para decir lo mismo que Tardá sin gritar, Rajoy ni le presta atención. Una vez que pierdes peso político hasta tienes problemas para que te pongan un micrófono delante. Soraya no tardará en mover ficha, pero que nadie piense en planteamientos revolucionarios. Esta abogada del Estado atiende las llamadas hasta del enemigo, le escucha, le dedicará horas de sentada, pero nunca traicionará la línea roja marcada por su presidente, fundamentalmente porque cree que no hay razón legal ni para el derecho a decidir ni mucho menos para la independencia unilateral. Por esta fidelidad ideológica con Rajoy, que no estratégica, la vicepresidenta ensancha su zona de poder sin importarle el premio de consolación del Ministerio de Defensa a Dolores de Cospedal, convertida en líder de la pléyade de enemigos y desheredados que Sáenz de Santamaría va acumulando en la órbita de Génova y en los altos mandos del Gobierno en compañía de sus envalentonados ‘sorayos’.

Mucho más le preocupará De Guindos a la vicepresidenta, consciente de que sale reforzado por imposición de la ‘troika’ para seguir exprimiendo una reforma laboral, convertida en el dique de todo posible entendimiento con la oposición. En una legislatura acotada por la precariedad parlamentaria del Gobierno y urgida por el diálogo imprescindible, posiciones numantinas como las del orgulloso ministro de Economía pueden comprometer la credibilidad del juego a varias bandas que Sáenz de Santamaría procurará desde las bambalinas. Desde ahí, precisamente, empezará a lanzar los cantos de sirena al PNV una vez que se levante el telón de la negociación presupuestaria. Y en ese denodado intento por el que tanto suspira Rajoy siempre tendrá de su lado a Alfonso Alonso, aún con el recuerdo intacto entre el Poder de Madrid.