Río de Janeiro - Dilma Rousseff llega al juicio de mañana en el que puede ser despojada de la Presidencia de Brasil prácticamente sola, con apoyos escasos, casi testimoniales, por parte de los movimientos sociales que fueron uno de los pilares del Gobierno de su padrino político, Luiz Inácio Lula da Silva. La constante erosión que ha sufrido la bancada parlamentaria que se mantiene fiel a Rousseff se ha visto replicada en las calles, donde las manifestaciones de apoyo han sido menguantes.

Un grupo de sindicatos, asociaciones estudiantiles y campesinas y otros movimientos de izquierdas han mantenido viva la llama de la resistencia contra lo que consideran un “golpe de Estado”, pero el escaso respaldo popular les ha llevado a optar por actos en teatros de aforo reducido antes que protestas callejeras.

Mañana lunes los movimientos sociales acompañarán a Rousseff en su llegada al Senado y preparan varios actos en otros puntos del país, aunque los organizadores no esperan que sean multitudinarios.

Guilherme Boulos, líder del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST), explicó que la baja movilización popular se debe, en parte, a un “brutal ataque mediático” que se ha empeñado en dar legitimad “al proceso golpista”. “Esto anestesió a una parte de la población brasileña, que no entendió lo que está en juego, que es la pérdida de derechos”, dijo este líder de los sin techo. También hay que tener en cuenta, según Boulos, que la popularidad de Rousseff estaba bajo mínimos debido a las medidas de austeridad que tomó al comienzo de su segundo mandato y que, de forma “evidente”, la distanciaron de los movimientos sociales.

Su propia formación, el Partido de los Trabajadores (PT), ha hecho autocrítica y, en un documento firmado por su cúpula, reconoció que Rousseff cometió un error por haberse alejado de las “fuerzas progresistas” al aceptar “parcialmente la agenda del gran capital” en aras de mantener una gobernabilidad que, a la postre, ha sido efímera. La militancia sí salió a la calle el pasado marzo cuando Lula, el tótem de la izquierda brasileña, fue llevado a declarar a la fuerza a una comisaría por sospechas de corrupción, un hecho que llevó la crisis a su punto de ebullición y precipitó el desenlace del proceso a Rousseff. Las marchas se mantuvieron con cierta fuerza hasta la crucial votación en la Cámara de los Diputados celebrada a mediados de abril, pero a partir de entonces perdieron fuelle, dando la impresión de que los brasileños ya habían asimilado que la destitución era irreversible.

El 12 de mayo, el día que Rousseff fue suspendida de sus funciones y se aprobó el inicio formal del juicio político por acusaciones de irregularidades fiscales durante su mandato, las calles estaban desiertas y en la recta final del impeachment la movilización ha sido casi nula, en parte a la sombra de los Juegos Olímpicos.

Los movimientos sociales pretendían haber convocado una huelga general contra el presidente interino, Michel Temer, pero lo más que consiguieron fue organizar una “jornada nacional de luchas” el pasado 10 de junio con manifestaciones en 34 ciudades, de entre las cuales sólo en Sao Paulo hubo cierta movilización popular. Recientemente, João Pedro Stédile, líder del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST), la mayor asociación campesina de Brasil, reconoció que los movimientos sociales “no han conseguido motivar” a los trabajadores a protestar en las calles a pesar de que el nuevo Gobierno traiga bajo el brazo un ramillete de recortes sociales.