EH Bildu ya ha presentado oficialmente sus candidaturas para las elecciones autonómicas del 25-S. Y, según lo previsto, con Arnaldo Otegi como aspirante a lehendakari. Ahora sólo queda esperar a ver por dónde caerá el guantazo, ya que poco bueno puede esperarse de una justicia al servicio de quien la nombró.

La derecha extrema española ha vuelto a la carroña, a la pornografía política, para enturbiar las elecciones vascas con la táctica de apelar a las víctimas del terrorismo para tratar de cerrar el paso a Otegi. Ya lo hizo metiéndole injustamente en la cárcel y ahora sigue persiguiendo el fantasma echándole encima los odios, las venganzas y las revanchas tras el parapeto de las víctimas.

La derecha española, esa derecha matona y arrogante, siempre ha gustado de satanizar al adversario personalizándolo con odios eternos a su imagen, a su nombre o a su memoria: Como ejemplo, un recuerdo a Dolores Ibarruri durante décadas tratada política y mediáticamente como el demonio meridiano.

Por demasiado conocida, prescindo de la polémica sobre si los abogados de Otegi no recurrieron la inhabilitación para después, en campaña, aprovechar electoralmente el victimismo, o si jurídica y jurisprudencialmente esa inhabilitación no se sostiene. Paso de opinar sobre galgos o podencos, porque creo más interesante detallar aspectos del personaje que por no demasiado conocidos, no suelen tenerse en cuenta.

En la mochila de Otegi pesa, y mucho, su currículum inicial con su ingreso en ETApm a los 19 años en 1977, para saltar luego a ETA militar en 1981. Tras exiliarse a Iparralde, fue entregado en 1989 a la Policía y posteriormente juzgado por participar presuntamente en el secuestro del exdiputado de UCD Javier Rupérez, resultando absuelto. Menos suerte tuvo en el juicio por su participación en el secuestro del industrial Luis Abaitua; le cayeron seis años de cárcel y terminó su condena en 1993.

La posterior carrera política de Otegi casi fue fruto de la casualidad. Se estrenó como parlamentario de HB en 1995. Corrió el escalafón de nuevo en 1997, erigiéndose en portavoz de la coalición tras el encarcelamiento de la Mesa Nacional.

Muy pronto destacó por su extraordinaria habilidad dialéctica, su lúcido desparpajo y sus dotes de comunicador. Estaba claro que la izquierda abertzale tenía resuelto su liderazgo con una cara nueva para el gran público, incluso con un estilismo postmoderno y un discurso original que muy pronto iba a ser interpretado como apertura y diálogo.

Acaudilló Otegi aquellos primeros pasos encaminados a la solución del aspecto más virulento del conflicto. Activo participante en el Pacto de Lizarra-Garazi, en 1998 llevó a HB, reconvertida en Euskal Herritarrok, a los mejores resultados electorales de su historia aunque ello fuera un espejismo porque ETA no cesó de destejer con su violencia lo que Otegi tejía en el camino de una paz negociada.

La Declaración de Anoeta en 2004 y los discretísimos pasos que Otegi vino dando con Jesús Eguiguren -con las prudentes mediaciones de Paco Egea y Pello Rubio, Txillarre- lograron en 2006 la apertura de conversaciones entre ETA y el Gobierno español más serias que todas las mantenidas hasta entonces. En 2006, en Loiola, pudo tocarse la paz con la punta de los dedos, hasta que ETA hizo estallar las conversaciones volando la T-4 con su estela de muerte.

Y hasta aquí llegó la sumisión a ETA. Otegi formó parte del equipo que dio el golpe de Estado y trasladó la vanguardia hasta entonces detentada por chusqueros armados alejados de la realidad, al control del MLNV por parte de personas conscientes de que la actividad armada de ETA impedía el desarrollo político de la izquierda abertzale. Otegi, junto a Rufi Etxeberria, Rafa Díez Usabiaga, Iñigo Iruin como personajes más conocidos, fueron los que obligaron a ETA a cesar en su locura para aceptar el juego democrático y homologarse con el resto de formaciones políticas.

Arnaldo Otegi es listo, cordial, dialogante y visceralmente coherente. Durante los años en que ejerció de dirigente, cargó también su mochila con el silencio, la impasibilidad y la complicidad que tanta afrenta causó a las víctimas, cierto, y ahí está la maldita carga. Pero aunque parezca excesivo equipararle a Gerry Adams o Nelson Mandela, aunque a su salida de injusta prisión se haya encontrado con una sociedad y un colectivo político distintos de los que dejó, él y sus más íntimos colaboradores tuvieron mucho que ver en la consolidación de la paz que ahora disfrutamos. Que fuera por pura reflexión política y no por rigurosa reflexión ética, ya es otro asunto.