La peculiar decisión de Mariano Rajoy de aplazar siete días en un teórico contexto de urgencias la futura respuesta que todos imaginan a las exigencias regeneracionistas de Albert Rivera podría argumentar fácilmente la tira de un cómic si por el medio no se librara un auténtico asunto de Estado como es buscar presidente para un Gobierno. Episodios tan vacuos enredan al límite la creencia hábilmente extendida por los voceros de que hay prisa en el PP por acabar de una vez con tan interminable inestabilidad institucional. Más bien debería reducirse todo el entramado a otra sibilina táctica del candidato popular que así gana tiempo para seguir afeando a sus rivales la responsabilidad del insufrible bloqueo parlamentario -esperpéntico por bochornoso el silencio del ala izquierdista Sánchez-Iglesias, bien cómodos al parecer bajo la brisa del árbol.

Al demorar una semana la contestación a las seis exigencias de Ciudadanos que retratan fundamentalmente las vergüenzas del PP con la corrupción sin adentrarse en terrenos de mayor enjundia, Rajoy devuelve este golpe bajo imponiendo los tiempos de la negociación abierta en agosto sin sentirse en absoluto constreñido por el calendario del techo del gasto o del Presupuesto pendiente. Al hacerlo, el presidente en funciones siente que debe poner en su sitio a ese imberbe Rivera que se le ha subido a las barbas aprovechándose de su búsqueda desesperada de apoyos en ausencia doliente del PSOE. Ahora bien también es imposible silenciar a esas voces malvadas que atribuyen tal demora simplemente a la hábil excusa de dotarse de una semana de descanso en plenos Juegos Olímpicos. Si así fuera, tampoco Pedro Sánchez y Pablo Iglesias se lo podrían restregar desde ese inexplicable silencio que para muchos es sinónimo peligroso de aturdimiento, inacción y período estival.

Rivera está conciliando con un indudable rédito político -¿le servirá para recoger algún día el premio en las urnas?-, las obligaciones particulares de su turno veraniego de padre separado sin quitarle el ojo a esa amenaza real de unas terceras elecciones. Se sabe víctima propiciatoria si acabara triunfando el desatino irracional de ese bloqueo que se deja sentir cada dos días y de ahí que busque ansioso cada resquicio para salvarse de la quema. En semejante empeño, no obstante, se viene dejando los jirones propios de esos vaivenes programáticos que le llevan desde vetar a Rajoy a ofrecerle el apoyo sin que tamaña metamorfosis le suponga ruborizarse lo más mínimo. Mucho menos se ha sonrojado Antonio Hernando al interrumpir sus vacaciones para sellar en el solitario turno de verano del Congreso la exigencia de una comisión sobre las tropelías de Luis Bárcenas. Lo hace el portavoz socialista como si quisiera quitar protagonismo a la exigencia que apenas hace cuatro días C’s restregó al PP como una exigencia inexcusable para seguir dando oxígeno a una investidura que sigue siendo el secreto mejor guardado del Reino. Por eso, es fácil de entender el lógico ataque de celos de Rivera al advertir de que con ese tipo de actuaciones del PSOE es muy posible que jamás se destripen en la Cámara las tropelías y las anotaciones envenenadas del extesorero del PP. Vaya, que con ellos no cuenten. Si así fuera, y no es descartable mientras Sánchez siga enrocado en una búsqueda evidente del aplauso del afiliado para su reelección, Rajoy volverá a sonreír. Sabe el presidente que cuando más se alargue su incierto futuro más tiempo tendrán sus enemigos para equivocarse.