Cualquiera que esté proyectando un viaje, o que en época estival tenga de vacaciones a familiares o amigos con intención de disfrutar en cualquier parte del mundo, no podrá evitar una sensación de desasosiego como consecuencia de esa inseguridad difusa que de la siniestra mano del terrorismo puede alcanzar a cualquiera en un aeropuerto, en un metro, en un concierto, en un restaurante o, simplemente, en una calle cualquiera de cualquier país.
Por lo que nos afecta más de cerca, en Europa a estas alturas todas las fuerzas de seguridad están alerta, y no se sabe si servirán de algo. Nunca como ahora son rastreadas y controladas las posibilidades de que actúen células de yihadistas, o elementos extremistas vinculados al islamismo radical. Y a pesar de ello, en estas últimas fechas el terror campa por el corazón de Europa desde la cabina de un camión, en el filo de un machete, en la locura suicida de un yihadista-bomba, en el cargador incontrolado de un psicópata estimulado por la sangre derramada. Mientras tanto, los efectos devastadores de ese terror que te puede sorprender sin imaginarlo, esa ruleta rusa a la que juega sin saberlo cualquier persona en cualquier lugar, va minando sosiegos, economías, libertades y solidaridades.
El terror va ganando allá donde caen inocentes reventados por coches bomba cada día en los escenarios tan directos como olvidados de Afganistán, o Irak, o Siria, o Somalia, o cualquiera que sea territorio en primera línea. Triunfa el terror sembrando orfandad, destrucción y tierra quemada allá donde hierve el nido de la víbora y no podemos ni imaginar qué sienten en esos países los millones de personas hoy vivas y mañana quizá muertas sólo por pisar la calle.
Ganan quienes siembran el terror cuando la primera respuesta del Occidente atacado es apretar filas por la seguridad cercenando libertades, limitando el Estado de Derecho y convirtiendo en sospechosas de manera indiscriminada a cualesquiera personas en base a sola la apariencia, o el origen. Gana el terror mientras se crecen los líderes de la xenofobia y los fanáticos de la derecha extrema.
Ganan los terroristas cuando se extiende el interés en satanizar a los musulmanes, aprovechar cualquier oportunidad para cerrar las fronteras a la migración y suprimir el histórico derecho de asilo que ha caracterizado a la Europa democrática. Los ataques a la libertad perpetrados por los terroristas sirven como pretexto para limitar los derechos de las personas, sea cual sea su origen, raza o religión.
Ganan los que esparcen el terror cuando los estados democráticos constatan que el ISIS se ha convertido en la bandera internacional del terrorismo que han practicado extremistas radicales en distintas latitudes. A la conquista del nuevo califato han salido militantes entrenados, vanguardias adiestradas que protagonizan vídeos esparcidos en la red, mientras a esa locura se suman simpatizantes por propia cuenta y neuróticos en plan lobo solitario que añaden nuevas muescas al inventario de las tragedias. Y todos asumen su alucinado heroísmo en nombre del ISIS, esa hidra de nuestro tiempo que seguirá generando el terror que predican los genios del yihadismo.
Limitadas las libertades, modificadas las leyes, condicionadas por el miedo la convivencia y el ocio, berreando fobias el integrismo ultra, sólo nos queda reconocer el fracaso colectivo de las instituciones democráticas en las que Occidente ha puesto las bases de su funcionamiento. Siendo realistas, hay que reconocer también la enorme dificultad que supone combatir contra un espectro, el imposible enfrentamiento con algo tan etéreo como el fanatismo, la impotencia añadida de neutralizar a quienes siembran la muerte dispuestos a morir -además gozosamente- en el intento.
Muchos analistas señalan como origen de esta espiral de violencia a aquella inmensa mentira que justificó en las Azores la intervención armada contra Irak. Aquella vergüenza inmortalizada en foto en la que Bush y Blair oficiaban de matones y Aznar de tonto útil con delirio de grandezas. Aquella patraña desató el terror a niveles cósmicos, y no podemos evitar el nuevo sentimiento de fracaso al comprobar que ninguno de los tres canallas ha rendido cuentas de su trágica falacia. Blair reconoce ser responsable de esos centenares de miles de muertos que no duda en considerar crímenes contra la humanidad. Bush, en su torpeza, admite que aquello fue un error, que no había armas de destrucción masiva. Aznar, “sostenella y no enmendalla”, ni se inmuta ni parece que se acuerde de aquella hazaña bélica.
El hecho de que ninguno de los matones de las Azores haya sido juzgado es otra señal evidente de que los malos ganan.