El filósofo austríaco judío Jean Améry, que fue torturado por la Gestapo y sobrevivió al holocausto en Auschwitz, escribió que “quien ha sido torturado lo sigue estando (...) Quien ha sufrido el tormento no podrá ya encontrar lugar en el mundo, la maldición de la impotencia no se extingue jamás. La fe en la humanidad, tambaleante ya con la primera bofetada, demolida por la tortura luego, no se recupera jamás”.
La semana pasada se ha celebrado en Donostia, en el marco de los Cursos de Verano de la UPV/EHU, el congreso Verdad y reconocimiento para las víctimas de tortura, tratos inhumanos y degradantes referido a casos sucedidos en Euskadi en los últimos 55 años y en el que se ha presentado el informe preliminar que, por encargo del Gobierno Vasco, está elaborando el Instituto Vasco de Criminología bajo la dirección del reconocido forense Paco Etxeberria. El estudio, que se prevé estará concluido a finales de año, cifra en 4.009 las personas que han denunciado torturas o malos tratos entre 1960 y 2013.
El Curso ha analizado a lo largo de tres días el fenómeno de la tortura desde diferentes prismas -investigación, prevención, aspectos jurídicos, consecuencias físicas y psicológicas para las víctimas, etc.- y ha contado con la participación de expertos en diversas materias. Tal y como se ha puesto de manifieto en el congreso, uno de los aspectos clave a la hora de abordar esta realidad es el de la veracidad y acreditación de los casos, dado que en muchas ocasiones -los métodos de tortura se han ido sofisticando con el objetivo de no dejar huellas- no queda constancia de pruebas o evidencias físicas (golpes, heridas, hematomas, roturas...) que acrediten, en su caso, los malos tratos sufridos, máxime cuando ha pasado ya mucho tiempo, como sucede con la investigación en marcha. Por ello, cobran especial importancia los testimonios de las víctimas que denuncian torturas, de los que el informe ha recogido 900, y las pruebas periciales establecidas en el llamado Protocolo de Estambul aprobado por la ONU para la verificación de los casos, que el estudio vasco ha aplicado a 202 personas y que “arroja resultados concluyentes en lo que respecta a la credibilidad de los relatos y por lo tanto de los hechos denunciados”, según afirma el equipo elaborador.
De hecho, en el Curso celebrado en Donostia un sobrecogido auditorio pudo escuchar el relato de tres víctimas, tres mujeres -Axun Lasa, Enkarni Bilbao y Miren Azkarate- que han denunciado torturas tras su detención en distintas décadas recientes. Tres testimonios “muy distintos y complementarios”, según valora Carlos Martín Beristain, médico especialista en Psicología de la Salud que forma parte del equipo que elabora el informe y que tiene una larga trayectoria en investigaciones similares en todo el mundo.
Este experto, que por su trabajo ha tenido que escuchar miles de testificaciones de víctimas de todo tipo en conflictos violentísimos, considera que las declaraciones (más de 600) que ya se han recogido específicamente para este estudio -hay otras anteriores también incorporadas- son “reveladoras”. En este sentido, considera que los relatos que estas tres mujeres realizaron públicamente son “representativos del conjunto de la investigación” y “similares a los que se escuchan en otras partes del mundo” y no tiene dudas -dos de ellas superaron el Protocolo de Estambul- de su “autenticidad”. He aquí un resumen de sus intervenciones.
“Cuando más torturada me sentí es cuando no me tocaron”
Su primer recuerdo es el de “un montón de hombres aporreando la puerta de casa”. Siendo mujer -algo que se repite en los tres testimonios-, este hecho es muy significativo, hasta el punto de que Lasa confiesa que, tras su traumática vivencia, “la mirada de un hombre ha sido amenazante durante muchos años”. Han pasado 34 años desde esta experiencia -multiplicada por las circunstancias del asesinato de su hermano-, pero mantiene vivos los recuerdos, que ha guardado bajo siete llaves durante tres décadas. Su testimonio, sereno pese a la emoción apenas contenida, muestra tanto el dolor sufrido como una profunda reflexión sobre la tortura, sobre su experiencia y sobre su superación.
“Están las torturas físicas, las lesiones, el agotamiento extremo de las flexiones casi hasta perder el conocimiento, los electrodos... pero a mí lo que me iba hundiendo era la espera de la tortura, de la bañera que me anunciaban me iban a hacer. La espera es la grandísima tortura”, cuenta. Tanto es así, que no duda en afirmar que los peores momentos los vivió a solas en la celda. “Cuando más torturada me sentí es cuando no me tocaron. Yo me defendía de las torturas físicas, era alguien, pero la tortura sin contacto físico, estar de pie horas sin entender nada de lo que estaba viviendo porque yo no había hecho nada y estaba diciendo la verdad, me fue hundiendo”.
El tormento era tal que pensó en la bondad de la muerte. “Tuve un momento espléndido, cuando me di cuenta de que me podía morir: no tengo hijos, mi novio encontrará otra mujer, mis padres tienen otros ocho hijos... Me di permiso para morir y fue una liberación”, confiesa.
Después, llega el regreso a casa, el silencio autoimpuesto, las secuelas psíquicas, el “volver a ser persona”. “La tortura es lo que queda dentro, hasta que he podido ponerle palabras. Sentirse nada es muy duro”.
“Me sentí un escarabajo, un bicho, noté ese crac de alguien que te pisa”
La Guardia Civil irrumpió en su casa de Santurtzi a las dos de la madrugada, tras hacer explosionar un artefacto en la puerta, que destrozó gran parte del mobiliario, y la llevó detenida “encañonada”, según relata. “Eso ya es tortura. Haces crac y eres incapaz de reaccionar. Tus esquemas se rompen. Cuando alguien impone una situación violenta, la persona hace crac y con el agotamiento físico y los palos te terminas de romper. Ahí te están torturando”, insiste.
Cuenta que una de las sensaciones “más raras” que tuvo fue que se sentía “como un escarabajo, como un bicho. Noté ese crac de que alguien te pisa y rompe ese caparazón, lo sentí dentro de mí”.
Finalmente, y cuando llegó a la prisión de Carabanchel, Enkarni Bilbao, además, le relató los malos tratos que había sufrido al médico de la prisión, quien redactó un parte de lesiones que luego le sirvió para denunciar. “Puedo decir que fui afortunada, porque el médico informó de lo que vio. Pero la gente no es consciente de lo que supone denunciar torturas cuando estás no ya magullada sino físicamente rota, machacada viva, no sabes ni por dónde te da el aire. Es más, si yo hubiese estado estado bien psicológicamente, no habría denunciado. Me lo hubiese pensado mil veces”.
Tras la dura experiencia toca “volver a casa”. La inseguridad, la desconfianza hacia todo. El “tremendo silencio”, el “algo habrá hecho”. “Durante ocho años no pude dormir en esa casa, salía a la calle incluso de noche, me sentía más segura que en mi casa”, relata.
Salir de ese círculo es complicado, según cuentan las tres protagonistas. Bilbao, por suerte, se puso en manos de especialistas. “Casi puedo decir que les debo la vida. He ido aprendiendo a vivir”, afirma sin poder reprimir unas lágrimas.
“La mayor parte del tiempo estuve desnuda. No hubo penetración pero me sentí violada”
Más que una víctima, se siente “una superviviente”. Tenía solo 18 años cuando la Guardia Civil entró en su casa a la una de la madrugada. “Los golpes empezaron en el coche. Los cuatro días que estuve incomunicada tuve todo el tiempo un antifaz en los ojos. No comí ni bebí apenas nada. La mayor parte del tiemo estuve desnuda. Flexiones, horas de pie contra la pared, gritos de muchos guardias civiles, me envolvían en mantas y me tiraban al suelo. Me hicieron infinidad de veces la bolsa. Perdí el conocimiento, oía pero no podía reaccionar. Escuché que decían: se nos ha ido de las manos”.
No había muerto pero, según confiesa, lo deseó “más de una vez”. Incluso en una ocasión que le dieron una pistola “me la puse en la cabeza e hice clac, pero no tenía balas. Me dije: mierda, el infierno sigue. Ahora me alegro, pero entonces te da todo igual, tu vida, tu gente, tu pueblo...” Siendo mujer y muy joven, experimentó de manera especial las vejaciones sexuales. “Me tenían siempre desnuda. Una de las prácticas era decirme que me iban a violar, ponerme a cuatro patas mientras me tocaban. No hubo penetración pero me sentí violada e incluso me obligaron a masturbar a uno de ellos”, afirma.
Los estremecedores relatos de estas tres mujeres se mezclan, también, con una demanda común: el reconocimiento de que han sido torturadas y la responsabilidad de policías, jueces, médicos, políticos y medios de comunicación en que todo esto haya podido ocurrir y quedar, de alguna manera, silenciado. Mientras el informe sobre la tortura sigue su curso con testimonios similares e incluso más duros, Carlos Martín Beristain resume cuál es realmente el objetivo de la tortura, de manera complementaria a Jean Améry. “No es buscar una confesión o información, sino ni más ni menos que la quiebra de la persona”.