Es inevitable hacer una lectura al peso de las consultas soberanistas celebradas el domingo. Esto es que, sobre todo quienes son claros detractores de la iniciativa, pongan en vanguardia del análisis que la participación global apenas haya alcanzado el 30% del censo. A esta reflexión sigue normalmente el acento en que los municipios implicados corresponden geográficamente a lo que se considera sociopolíticamente un entorno soberanista. Y no deja de ser cierto y los convocantes también debían ser conscientes de que el primer mensaje de quienes nunca participarían en su proceso consultivo sería ese.

Encarar una iniciativa así conlleva visibilizar las limitaciones de la participación en una fórmula reivindicativa, que busca asentar un poso de legitimidad y tiene un componente ineludible de imitación a la percepción que tenemos del proceso catalán. Pero también que choca con la evidencia de que la legitimación del discurso no es suficiente por sí misma para materializar sus objetivos. En consecuencia, quizá sea igualmente excesivo ser categóricos a la hora de valorar como un éxito la convocatoria que como un fracaso la participación. Todo fue mucho más normal y menos trascendente. De hecho, como acto reivindicativo, en la justa medida de sus posiblidades, resultó bastante airoso. Que un 25 o 30% de los habitantes de un municipio -el que sea- se movilicen en la calle con nombres y apellidos y hagan gala de sus opiniones políticas en la plaza del pueblo no es habitual. Que todo se haga en un entorno de mutuo respeto entre los tres de cada diez que eligieron participar y los siete que no, es un esperanzador signo de madurez democrática que hace apenas cinco años era difícil de anticipar.

Por eso, la experiencia pasada, con episodios de crispación en el debate nacional vasco, debería servir para constatar que la normalidad es el ejercicio de la libre expresión de forma respetuosa a favor o en contra de lo que sea. Proponer no es dividir y ese discurso, tantas veces aplicado a las demandas soberanistas en Euskadi, es tan viejo como el tiempo político que hemos dejado atrás.

En todo caso, el proceso de construcción de legitimidad por el movimiento social no parece aún maduro como para mimetizar en Euskadi la experiencia catalana. Al menos, no para crear una expectativa de inmediatez que no responde a las prioridades del país. Al menos, sí con la inteligencia de ver evolucionar el proceso vecino, cuyo destino está por aclarar y no exento de zozobras, como se puede ver. Y, antes o después, esa legitimidad declamada debe buscar su confluencia con la práctica del proceso institucional que genere un marco legal nuevo o evolucionado del vigente.