Llego tarde, lo sé, pero me ha dado que pensar el revuelo generado por lo que dijo José Andrés Blasco, viceconsejero de Empleo y Trabajo del Gobierno Vasco, hace ya unas semanas, aquello de que a sus hijos ni se les pasa por la cabeza acudir a Lanbide en busca de empleo. La confesión no habría tenido mayor importancia si no hubiera sido porque el servicio vasco de empleo es materia de su estricta competencia. Pues bien, me pasa lo que al vecino @Javiviz: me ha parecido muy bien que el viceconsejero hiciera esa confesión. Al fin y al cabo, el señor Blasco ha dicho lo que pensaba. Y uno no puede hacer otra cosa que agradecérselo.

Por lo visto, la afirmación del viceconsejero no ha gustado a los trabajadores de Lanbide. Pero sus palabras no deberían ser interpretadas como una crítica a la plantilla. En realidad, como está claro que él, como viceconsejero, es uno de los máximos responsables del servicio, deberían entenderse, si acaso, como una autocrítica. Cuando un alto responsable confiesa públicamente que un servicio que depende de él no funciona o va mal, lo que se deduce es que es muy consciente de ello y que está haciendo todo lo posible por encontrar una solución y ponerla en práctica.

Los sindicatos dicen que hay caos organizativo. Pues bien, si eso es cierto, no desmentirían al viceconsejero; al contrario, le estarían dando una posible explicación a los problemas a que él hacía alusión. También dicen que la Comunidad Autónoma carece de competencias para llevar a cabo una política de empleo propia. Esto es más grave, porque de ser cierto, lo que habría que hacer es cerrar Lanbide. Pero estoy seguro de que los sindicatos, en realidad, no querían llegar tan lejos.

Lo que curiosamente nadie pone en cuestión es la creencia, cuya posible base empírica desconozco, de que el desempleo sea susceptible de ser atacado mediante eso que se llama políticas activas. Para que haya empleo tiene que haber actividad económica. Y podría ocurrir que los recursos que se dedican a facilitar el empleo de esa forma, rindan peores resultados que otras actuaciones tendentes a promover la competitividad y proyección exterior de las empresas o, sencillamente, que los que hubieran producido esos mismos recursos si no se hubiesen llegado a recaudar. Sí, como suena: podría ser que ese dinero, en manos de los ciudadanos, generase más actividad económica y, quizás, más empleo que dedicado a mantener un servicio como Lanbide u otro similar.

Habrá quien considere anecdótico este episodio al lado de los grandes dramas de la política de nuestro tiempo. No soy de esa opinión. Este caso pone de relieve algo a lo que concedo cierta importancia, me refiero a la tiranía de lo correcto en la vida pública. Los responsables políticos parecen estar obligados a dar una versión favorable, siempre edulcorada, de la realidad, al menos de la parte de la realidad que les toca gestionar. La parte negativa se les deja a los sindicatos, la oposición o, si acaso, la prensa. Parece como si cada actor en el teatro político-mediático tuviera un papel del que no pudiese salir. Todo ha de obedecer a un guión preestablecido. Damos así por buena una visión acartonada de la política, una versión cómoda quizás para algunos, pero negativa a medio o largo plazo. Deberíamos premiar la espontaneidad de los políticos, agradecer su sinceridad, aplaudir los comportamientos genuinos, reconocer las salidas de guión. Nada de esto es incompatible con el rigor. La política sería más viva, ganaría interés, resultaría más creíble, mucho más atractiva.