la izquierda abertzale (IA) ha cambiado de caballo. Lo hace aturdida porque se siente, y con razón, víctima de un profundo desengaño político y estratégico al que le arroja una sangrante apuesta ideológica asociada casi hasta ayer mismo a la violencia de ETA.

Después de décadas sustentando la vigencia del sufrimiento causado por la vil sucesión de bombas, tiros descerrajados y extorsiones, llega ahora el cambio de manual, precisamente cuando se otea por el horizonte el arranque de un tiempo inédito en la próxima configuración de un Parlamento -quizás mejor otoño que junio- abierto a un juego de mayorías donde el soberanismo puede ser -quién lo hubiera imaginado- carne de tercer plato.

Al tiempo que debe aplaudirse el tránsito del entorno de Batasuna hacia la orilla democrática no debería olvidarse, en justa reciprocidad objetiva, que el viraje emprendido hace poco menos de siete años tomó impulso desde el reconocimiento íntimamente asumido de un fracaso político.

Bajo esta doble premisa, resulta mucho más digerible interpretar sin riesgo al error el doble acto de entreguismo y sometimiento que, en estricta aplicación de la jerga reiteradamente utilizada por el entorno de ETA durante décadas, suponen la renuncia a la violencia y la petición al generalato de presos de que asuman la legalidad y se acojan, de una vez ya, a los beneficios penitenciarios mediante solicitudes individuales.

Y en el medio de tamaña mutación surge la coreografía absurda del etiquetado a plazos del arsenal etarra que ya nadie quiere utilizar. Bueno, sí, posiblemente el puñado de gudaris trasnochados idolatrados por el fervor guerrillero de ATA que aún suspiran por la amnistía como mero reflejo absurdo de que el tiempo de su reloj se detuvo en aquellas emboscadas y coches saltando por los aires.

Paradójicamente, son las dos caras antagónicas surgidas del mismo tronco de la sinrazón que fluyen en medio del incumplimiento sistemático del Pacto de Aiete.

Un pulso muy desequilibrado a favor de la sensatez pero que abre una inquietante fisura en la izquierda abertzale, impotente para desbloquear unilateralmente la ansiada y justa vuelta de los presos a las cárceles vascas.

La ortodoxia del régimen militarista nunca se vio sobresaltada a semejantes afrentas en la calle como las que ahora tiene que soportar entre críticas a su laxo frentismo a los poderes del Estado. Y a ETA, o a quien escriba en su nombre, le irritan sobremanera estas afrentas cada vez más descaradas y frecuentes.

Así las cosas, ya nada es igual en el ADN de la izquierda abertzale, afortunadamente. La duda racional, que no emocional estriba, no obstante, en saber el grado de convencimiento ético de quienes, como han hecho los cinco militantes de Ekin, son convenidos -bueno, en el método no hay cambio- para que se desdigan de sus convicciones. Y qué decir el día que el atribulado preso de ETA se ponga a escribir por su cuenta -sin virajes dialécticos- que quiere buscar una salida a lo suyo. Como mínimo, la sensación de un irremediable desengaño.