De los numerosos datos que aporta el sondeo que periódicamente elabora el Gabinete de Prospección Sociológica del Gobierno Vasco hay uno que hace referencia al grado de satisfacción de la ciudadanía con el funcionamiento del sistema democrático en los diferentes niveles. Es muy significativo, porque en tiempos en los que parece que el descrédito hacia las instituciones es una verdad absoluta que se lleva por delante todo tipo de ejecutivo, legislativo o judicial sin distinción, aparece una respuesta social muy selectiva; es decir, la sociedad distingue claramente qué funciona y qué no.

Según el Sociómetro, la última semana de enero el 62% de los consultados dijo estar “muy o bastante satisfecho” con el funcionamiento del sistema democrático en Euskadi. Si vamos a la letra pequeña, la mejor nota es para los ayuntamientos (72%), seguidos por el Gobierno Vasco (65%) y las diputaciones forales (63%). No es mal panorama para tiempos tan revueltos en los que algunos proponen revoluciones que pongan patas arriba el sistema.

Pero si se trasladan las mismas preguntas aplicadas a la confianza en las instituciones españolas, la cosa es distinta. Solo el 29% cree que el sistema democrático funciona bien en España y ligeramente superior es la nota si ampliamos el foco al sistema europeo, que solo aprueba el 31% de los encuestados.

En ambos casos, la serie revela que la valoración siempre fue baja pero también que la tendencia de los últimos años acusa un fuerte descenso. No me cuesta entenderlo en el caso de la UE, con un Parlamento maniatado en sus funciones por los poderes de los Estados y una Comisión donde mandan otra vez los gobiernos estatales frente a los intereses comunes.

Así no hay manera y, para muestra, la vergüenza ante la crisis de los refugiados. No somos capaces ni siquiera de organizar una asistencia urgente ante las vallas de Idomani. Para qué hablar del derecho de asilo...

¿Y en España? Supongo que confluyen varios factores. El primero, que gran parte de la sociedad siente totalmente ajenas esas instituciones. O más aún: ven el sistema español como un obstáculo para el desarrollo y buen funcionamiento de la democracia vasca. Carlos Urquijo y su máquina de recurrir pueden ilustrar este sentimiento.

Junto a ello, y más reciente, la sensación de que en España se traen un circo político que ha desembocado además en un sudoku de difícil solución. Y ahí también puede sentirse agraviada la ciudadanía vasca que padece las consecuencias del desaguisado sin sentirse parte activa de él: bajan la calificación de la deuda pública vasca porque en Madrid no se arreglan o el ministro Soria no aparece mientras la siderurgia vasca las pasa canutas. España no da muchos motivos para tener confianza en su sistema democrático.