Desde que la radicalidad islamista decidió emprender su Cruzada contra el infiel, o sea, contra la civilización occidental mayoritariamente cristiana, prácticamente no transcurre día sin que el terror no se haga presente en forma de explosiones, ametrallamientos, degüellos, secuestros y matanzas. Eso, en una primera y estremecedora instancia. Como consecuencia de todo este escenario de espanto, ya ni siquiera se cuentan los muertos que se agolpan en las ruinas de esa zona que la geoestrategia denomina Oriente Medio.
Pero cuando el terror llega a las puertas de nuestra casa, cuando los cadáveres no llevan turbante ni velo, cuando un viernes 13 la Cruzada yihadista ametralla y estalla en París, se pone en marcha la maquinaria de guerra para la venganza, para que quede claro que no nos han vencido.
Sin embargo, por mucho que duela y por mucha vergüenza que suponga, está claro que el terrorismo yihadista ha vencido una vez más. La locura radical islámica ha logrado expandir el miedo por los cinco continentes, tanto más histérico cuanto más heridas se sientan las potencias que tienen intereses económicos y estratégicos en la zona donde se encuentra el nido del escorpión.
Los efectos colaterales de los atentados de París, una más de las cotidianas matanzas a cuenta del fanatismo religioso, son demoledores. Son unos efectos perniciosos que se despliegan en círculos concéntricos y van desde el deterioro de la más cotidiana convivencia hasta el recelo estremecido de que nos encontremos ante una nueva y catastrófica confrontación bélica.
Mientras siguen las arengas en los telediarios, millones de europeos y norteamericanos tienen el miedo metido en el cuerpo entre despliegues policiales de película que paralizan la vida diaria en grandes ciudades. Los nervios de la ciudadanía se disparan ante estados de alerta, alarma y emergencia prolongados quién sabe hasta cuándo y hasta qué. Las agencias de viajes tiemblan, proyectos de ocio se aplazan, la convivencia vecinal se enturbia a causa de la desconfianza y la sospecha ante el diferente.
Como respuesta al terror, más terror. Casi aún calientes las víctimas de París, la aviación francesa bombardeaba la zona en la que supuestamente se encuentra el cuartel general del Estado Islámico. Un bombardeo, por supuesto, indiscriminado que provocaría sin duda el aniquilamiento de inocentes a los que no quedaba otra salida que seguir viviendo en Raqqa quién sabe si por no haber tenido forma de huir de aquel avispero. A esta respuesta de terror contra el terror se sumó Rusia, que aprovechó la conmoción del 13-N para bombardear por su cuenta a los rebeldes sirios y echar una mano al todavía presidente Bashar al-Assad, convertido gracias a los efectos colaterales de tirano en salvador. Porque los mismos mandatarios que nos aseguraban que libraban una guerra entre democracia y tiranía, dejan caer que Al Asad, el dictador, que hasta hace unos meses era acusado de financiar el terrorismo internacional, ahora empieza a parecer nuestro hombre y representar nuestra mejor opción.
Malditos efectos colaterales que dejan al aire las vergüenzas de los poderosos que amagan y no dan, los que doblan el espinazo ante quienes directamente protegen y financian al yihadismo, los que miran de reojo al gobierno vecino para sumarse o no a la Cruzada, los que actúan o no según lo permita la coyuntura electoral como ocurre en España, donde por no perder votos Rajoy espera que pase el 20-D para enviar tropas a la guerra, donde por no perder votos la mayoría de los partidos quiere salir en la foto antiyihadista. El esperpento internacional, como efecto colateral de la matanza de París.
Pero como máxima vergüenza consecuencia de la tragedia parisina, hay que constatar que desde el día 13 de noviembre dejó de ser noticia esa otra catástrofe que hasta entonces estaba considerada como uno de los mayores desastres desde la Segunda Guerra Mundial. Ya no aparecen en la primeras páginas de los diarios noticias sobre los cientos de miles de refugiados que huyeron de sus tierras y de sus casas ante el terror de una guerra que no era la suya.
Malditos efectos colaterales que han distraído la atención de la ciudadanía europea fijándola en otros escenarios más etéreos, más abstractos e inciertos que las reales masas de personas de toda condición que siguen agolpadas en los provisionales campamentos, o ateridas de frío aferradas a las alambradas de espinos a la espera de que se les abran las fronteras de la que creen opulencia europea en paz.
Malditos efectos colaterales que nos han desenfocado la mirada hacia nuestro propio miedo, apartándola de la aflicción ajena que desde hace meses nos venía estremeciendo el corazón. Porque mientras los gobiernos de los más fuertes ponen en marcha su Cruzada, los débiles, cada vez más débiles, afrontan el rigor del invierno ignorados, casi olvidados.