No es solo por Artur Mas. Es una evidencia, pero el cruce de discursos entre las fuerzas soberanistas en Catalunya ha sustituido las evidencias por los juegos malabares. A la CUP no le gusta el president por todo el lastre de la corrupción que acosa a su partido en los juzgados y por el vínculo que une a su gobierno con los recortes de presupuesto que conllevan a su vez un deterioro de los servicios y el empleo públicos.
Hasta ahí, el discurso. La CUP no tiene por qué renunciar a su componente anticapitalista. Solo tiene que priorizar. Y explicar claramente a los catalanes si está con el proceso de independencia o con el desmantelamiento del modelo socioeconómico. Porque en ambos no se puede estar a la vez, aunque haya quien lo crea. Con diez escaños -incluso con 14, si uno se cree las encuestas sobre una eventual nueva cita electoral- se puede vetar un proceso pero no se puede liderarlo.
Este simple hecho es lo que convierte en estos momentos en ficción la mayoría parlamentaria independentista. No se puede construir un sistema estatal desde el antisistema cuando este no es el modelo de la mayoría. Y en Catalunya no lo es. Se han practicado casi todas las opciones en política y en los últimos tiempos hemos asistido en Europa a la experiencia de la gran coalición de socialdemócratas y conservadores en Alemania y hasta de la izquierda alternativa y profundamente reformista en Grecia. De lo que no hay precedente es de un pacto nacional que de a luz un nuevo país de la suma de la socialdemocracia, el liberalismo y la colectivización.
Parece cada vez más claro que las almas nacional catalana y anticapitalista que conviven en la CUP tienen que elegir a quién quieren más. Eso no se hace sin desgarro. Dentro de la propia estructura y fuera de ella cuando se tensiona al extremo la sostenibilidad del proceso soberanista; siempre al borde del pacto, siempre al borde de la ruptura.
ERC hizo su propia reflexión y optó por asumir unas políticas, unos presupuestos, que no eran los suyos pero respondían a una evidencia económica de la que tiene responsabilidad histórica. La calidad de bono basura de la deuda catalana le imposibilita financiarse al margen del Estado español y eso se traduce en que no hay forma de obtener recursos y tiene que haber recortes. Más allá del discurso del expolio, en 2003 el tripartito del que participó Esquerra recibió una deuda de 14.500 millones de euros y dejó en 2010 una de 42.200.
Con esa mochila, sin estructura financiera y fiscal homologada, Catalunya no puede nacer a base de nacionalizaciones, ni puede devaluar una moneda que no tiene ni puede colectivizar sectores de su economía. Las necesidades sociales, sanitarias y educativas de los catalanes no las satisface un koljós. Y, ahora mismo, la tragedia catalana es que no se puede hacer país si una mayoría política, pero también socioeconómica, no ha consensuado antes qué país quiere compartir. Y ese pacto, que perfiló Junts pel Sí, tiene una mayoría insuficiente porque no lo comparte la CUP.