Iba a ser una Ley de Consulta, atendiendo a cómo se enunció en primera instancia semanas atrás, pero la propuesta de EH Bildu de proyecto de norma autonómica ha adquirido la amplia nomenclatura de Ley de Empoderamiento de la Ciudadanía. Es un concepto difuso el de empoderamiento. Lo han hecho así los propios dicursos políticos que se han apropiado de él desde la izquierda antisistema hasta la nueva derecha liberal. La sospecha no está en el término en sí, puesto que la democracia participativa es un procedimiento de implicación del ciudadano en sus responsabilidades públicas como miembro de una comunidad más allá de la mera práctica del sufragio. Lo sospechoso es que en muchas ocasiones se demanda la participación como procedimiento para enmendar total o parcialmente las políticas desarrolladas por las instituciones surgidas del procedimiento representativo, como si éste fuera un elemento de menor calidad democrática. Este ha venido siendo argumento de quienes no han obtenido una representatividad suficiente para desarrollar sus políticas unilateralmente. No se libera de esa sospecha la propuesta de EH Bildu, que identifica en su preámbulo a la consulta como vía de expresión del principio democrático, lo cual es innegable, pero la adorna de un cierto halo de concepto absoluto y casi excluyente sobre otras fórmulas igualmente expresivas del principo democrático, como es la institucionalización de la práctica política.

Una Ley de Consulta es un anhelo legítimo y una norma de participación ciudadana es una herramienta útil. Lo era hace siete años cuando la promulgó el gobierno de Juan José Ibarretxe y fue tumbada por el Tribunal Constitucional pese a que también aquella se amparó en las resoluciones del Consejo de Europa sobre la idoneidad de las consultas populares y en el marco legal del Estatuto, en aquel caso en su artículo 9. Y lo será en el futuro, si hay un desarrollo normativo específico, jurídicamente asentado y que goce de un consenso político amplio. La iniciativa unilateral y su vínculo a un criterio de improvisada oportunidad ligado el momento de debate generado en el caso catalán crean un serio problema de sostenibilidad y de adhesión.

Una legislación vasca sobre consultas, participación ciudadana, derecho a decidir o empoderamiento social requiere algo más profundo que una superposición de argumentos en torno a estas cuatro formulaciones, que no son una y trina como la Santísima Trinidad. Amalgamarlos es un ejercicio de confusión; vincularlos, como hizo ayer Arraiz, al objetivo de dar respuesta al “frente del no” que se conforma en los partidos españoles, es lastrar la iniciativa con una pátina de márketing. Si añadimos la reflexión contenida sobre la volundad de contemplar, si no impulsar, la confluencia de las comunidades vasca y navarra el error es completo. Ambas comunidades requieren de su procedimiento específico, incluso orientado hacia ese fin. Resulta de digestión igualmente difícil dictar desde el Parlamento de Gasteiz los parámetros para Nafarroa como lo sería importar desde allí los de la CAV. Le sobra ruido de urnas.