Ángel Otaegi pasó su última noche con vida solo. Fumando y rumiando su mala suerte. Únicamente a pocas horas de ser fusilado aquel sábado de septiembre de hace cuarenta años pudo estar con su madre unos minutos, acompañados de varios militares que no les dejaban hablar en euskera, su lengua natural. “La Guardia Civil no se atrevió a venir el viernes a decirme que ya no había esperanzas. Se lo comentaron a unos vecinos pidiéndoles que me dijeran que si iba a Burgos podría ver a mi hijo por última vez. En Burgos esperé hasta las tres de la mañana del sábado. Después me registraron totalmente antes de introducirme en la capilla de la prisión”. Así publicó el diario francés Le Monde una conversación con Mertxe Otaegi, madre del miembro de ETA ajusticiado en la prisión burgalesa, tres días después de la ejecución. “La última entrevista apenas duró un cuarto de hora. Cinco militares nos acompañaban a mi hijo y a mí. Ángel me dijo que fuera fuerte, que no llorara y que luchara contra el fascismo y por una Euzkadi libre. Me juró que sabría morir como un vasco. Después nos separaron. Cuando lo volví a ver, estaba muerto. Seis balas le habían dado en la cara y le habían desfigurado”, continuaba el relato.

La casa donde nació y creció Ángel Otaegi se alza en la orilla misma del Ibaieder, en la pequeña localidad de Nuarbe, a los pies del Izarraitz, de poco más de medio centenar de vecinos. Hijo de madre soltera en plena posguerra y en un ambiente rural, Otaegi se crió en gran parte con su tía Mertxe y sus primos ya que su madre tenía que salir a trabajar. “Cuando fue el juicio en Burgos, su madre le decía a la mía vete tú, que eres como su madre, porque le había cuidado mucho. Y fue ella, porque la tía no podía, lo pasaba muy mal”, cuenta Mertxe Ortuzaga, prima de Otaegi y voz ahora de la familia. La madre de Ángel murió a los cinco años de aquello, en un accidente.

Ella tenía doce años cuando detuvieron, encarcelaron y mataron a su primo, con el que había vivido casi como hermanos. “Cuando le detuvieron no sabíamos nadie que estaba en ETA. Hacía vida normal, iba a trabajar, venía a por la leche, no sabíamos nada. Fue mucha sorpresa”, rememora.

Buceando en sus propios recuerdos y en las muchas veces que su ama y su tía han contado lo que pasó aquel fatídico 1975, Mertxe evoca aquel sentimiento que embargó a la familia cuando les comunicaron que la fiscalía pedía la pena de muerte para su primo. “No pensábamos para nada que le iban a matar. No le acusaban de asesinar a Posadas, sino de cómplice por pasar información y haberles buscado casa a los autores”, dice. “Siempre tienes la esperanza de que si no ha hecho nada no le matarán, de que le perdonarán como en el Proceso de Burgos, pero...”, insiste sin concluir la frase, fijando la vista en el infinito.

No se sabe si el propio Otaegi tenía la convicción de que el régimen franquista lo ejecutaría, pero sí que mostró sus esperanzas tanto a su madre como al abogado Juan Mari Bandrés. “El día 24, tres días antes, estuvo la madre con él, fue la última vez que lo visitó y le dijo que no le iban a matar. Ella vino muy contenta, pero se lo diría para que estuviera tranquila, él ya después del juicio tenía miedo”, comenta Mertxe, quien recuerda también que el propio Bandrés, un día que regresó a la celda tras una visita a buscar un bolígrafo que se había olvidado, lo encontró llorando.

El día fatídico, Mertxe Otaegi vio por última vez a su hijo, pero solo diez minutos porque “no se tenía en pie”. Murió también solo, en el patio de la prisión. “Dicen que iba andando y en un momento le llamaron ¡Otaegi!, y cuando se dio la vuelta le dispararon. Eso dicen, pero no sabemos. También dicen que le preguntaron si quería taparse los ojos y dijo que no. Pero no se sabe”, concluye la prima Mertxe. Todo fue silencio.