Un nuevo hachazo. Y una vez más, a la supuesta cúpula. Que Sorzabal, Pla y Sagarzazu, más concretamente, los dos primeros, sean la actual máxima dirección de ETA es cuestión menor dado el reiterado anuncio de detención de cúpulas que hemos recibido a través de los tiempos. En cualquier caso, la operación policial mixta en Baigorri está ya prácticamente amortizada para el conjunto de la sociedad vasca, por más que este fin de semana salgan a la calle unos cientos de personas en protesta.

Quizá en esta ocasión habría que destacar la algarabía mediática, en correspondencia a la euforia castrense del ministro del Interior, el hiperbólico Jorge Fernández Díaz, que ya ha anunciado nada menos que “el acta de defunción de ETA”. Espléndida noticia para añadirla el PP a la precampaña de las generales, por si sirviera de antídoto al drama nacional de una Cataluña que quiere irse, o al aliento en el cogote de Ciudadanos, o a la economía real que sigue sin levantar cabeza.

El ministro del Interior, en sus excesos verbales, ni se da cuenta de que si fuera cierta esa “defunción” de ETA debería hacer rectificar la nefasta política del Gobierno del PP, basada en el inmovilismo reaccionario que se parapeta en la existencia de ETA para negarse a cualquier iniciativa que certifique el final.

Pero además de este tipo de sucesos más o menos reiterados, y por más esfuerzos que desde la izquierda abertzale se hagan para denunciar las detenciones como propias de “psicópatas que actúan contra los que apuestan por la paz”, no está de más una pensada sobre este final tan lamentable de la organización ETA, la misma que hace cincuenta años tomó las armas en nombre del pueblo vasco para lograr una Euskadi independiente, socialista, reunificada y euskaldun. Un triste final que decidió el abandono de la lucha armada sin haber conseguido ninguno de sus objetivos, con la detención progresiva de sus últimos militantes como y cuando a las fuerzas policiales les interese, con sus arsenales o lo que quede de ellos localizados y monitorizados. Y, lo que es peor, ante la indiferencia de la inmensa mayoría de la sociedad vasca que ni se inmuta por esas detenciones, caiga quien caiga.

Qué lejos, y qué triste queda este final de lo que ha venido significando ETA en el imaginario vasco.

Qué lejos este agónico final, de aquella historia épica jalonada por héroes como Xabi Etxebarrieta, o los procesados en el Juicio de Burgos, Txiki y Otaegi, o los refugiados en Iparralde y las caravanas de paisanos emocionados poteando con ellos por la rue Pannecau en Baiona o entregándose al reposo del guerrero.

Ya olvidados los conciertos multitudinarios de cantautores y juglares, grupos y grupúsculos musicales, en frontones y plazas en recuerdo de los héroes, jerséis al aire con el vuelo de Carrero,

Queda atrás, muy atrás, el prestigio social en su entorno de las familias con presos, con exiliados, con muertos, la fascinación entre sus colegas de cuadrilla, de barrio, de pueblo cuando un chaval se echaba al monte y “lo dejaba todo por el pueblo vasco”.

Inolvidable el escalofrío admirativo y la ovación atronadora cuando en los mítines del velódromo aparecían los encapuchados con el anagrama. Inquietante el pasmo aclamador de un par de enmascarados disparando al aire en una quedada montañera juvenil. Ocasionales apariciones de la ETA propiamente dicha, con mucha más repercusión mediática que todos los discursos.

Eran, han sido, las cinco décadas de épica que, paradójicamente, acabaron cuando la propia izquierda abertzale mandó a parar. En la convicción de que la persistencia de la lucha armada de ETA era el mayor impedimento para su evolución política, tras comprobar que la voladura de la T-4 acabaría por dar al traste con el alto valor de haber llevado al Gobierno español a una mesa de negociación, la rama civil del MLNV tomó el mando y se acabó la épica.

Si a ETA le despojas del halo de heroicidad que ha mantenido en su historia, si tras este goteo de detenciones de militantes de alta o baja graduación van quedando escasos, controlados y desarmados gudaris, si ni siquiera se le da opción a una final negociado, poco más le espera que el olvido sin pena ni gloria. Eso sí, a ETA le quedarían sus presos como un recuerdo desolador de que en un tiempo fueron héroes y hoy no son más que un problema. Le quedarían, también, por un lado los veteranos incombustibles y nostálgicos que echan en falta su épica, y por otro un sector ideologizado de jóvenes que siguen envolviendo a sus militantes en una aureola de heroísmo.

ETA se extingue sin haber logrado sus objetivos, sin energía, sin recursos, absolutamente irrelevante. Lo decepcionante es que lo que queda de ella tampoco hará la reflexión de si mereció la pena.