David ante Goliat. El pequeño planta cara al grande. El pobre desafía al rico. Democracia frente a chantaje. Soberanía contra imposición. Esas son las oposiciones que muchos han utilizado durante las últimas semanas para retratar el conflicto entre Grecia y la antigua Troika. Pero todas ellas expresan una monumental falacia. A mi parecer, todo se reduce al simple hecho de que Grecia no ha cumplido sus compromisos. Está obligada a cumplir lo acordado y, si no puede hacerlo, tiene dos opciones: incumplir los acuerdos y asumir las consecuencias, o tratar de alcanzar nuevos acuerdos, pero bajo la premisa obvia de que no se encuentra en condiciones de exigir nada a sus acreedores.

Es irrelevante quién se haya beneficiado hasta ahora de los anteriores rescates. Los países, como las personas o las empresas, piden préstamos cuando creen necesitarlos; pero perfectamente podrían no hacerlo. Grecia podría no haberlo hecho y haber asumido la responsabilidad de esa decisión. Pero pidió préstamos -no otra cosa es un rescate- y si esos préstamos han servido para salvar a los bancos -anteriores acreedores- de la quiebra, eso es indiferente a los efectos de lo que han de decidir ahora.

Muchos piensan que Grecia no podrá pagar su deuda y sostienen que si se quiere evitar su colapso y posterior abandono de la moneda común, hay que ayudarla suavizando las condiciones para devolver lo tomado en préstamo o, incluso, perdonándole una parte de lo debido. Es posible que sea así, pero eso es algo que, en todo caso, deberán decidir los acreedores. A ellos compete establecer las condiciones y al hacerlo, habrán de evaluar las posibles consecuencias de los escenarios que se planteen, entre ellas, las del desacuerdo y el consiguiente impago. Lo que no es de recibo es que quien ha asumido compromisos económicos y de políticas públicas en su país, los incumpla y exija de paso que le vuelvan a prestar dinero, eso sí, con las condiciones que le interesan. Y más inaceptable es que recurra a un referéndum -invocando para ello la capacidad de decisión y la soberanía griega- para, supuestamente, someter al criterio ciudadano la decisión de aceptar o rechazar la propuesta de los acreedores. Es inaceptable por dos razones; por un lado, porque la soberanía griega nunca ha estado en cuestión, ya que nadie ha obligado a los griegos a aceptar nada que no quisieran y, además, la soberanía se respeta igual si es el gobierno el que decide directamente. Y por el otro, porque de esa forma pretende colocarse en una posición de mayor legitimidad que la de los gobiernos de los países acreedores, sin querer reparar en el hecho nada baladí de que esos gobiernos, siguiendo la misma lógica, bien podrían consultar en referéndum si sus ciudadanos están dispuestos a aceptar la propuesta de Grecia.

Asistimos a un intento de evasión sistemática de responsabilidades. El gobierno griego y quienes lo respaldaron en el referéndum tratan de que el incumplimiento de lo acordado no tenga consecuencias o tenga las menos posibles, e intentan seguir obteniendo la ayuda de las instituciones europeas, eso sí, a la vez que se las calumnia. Todo esto es preocupante. Todos, empezando por los griegos, podemos salir perjudicados de esta historia. Pero lo que más me preocupa no es eso. Lo que me preocupa es que actitudes como las de Grecia tengan tantas simpatías entre nosotros; me preocupa que mis compatriotas confundan la democracia con el filibusterismo en las relaciones internacionales; me preocupa que se dé por bueno el incumplimiento de los acuerdos. Me preocupa, en definitiva, el poco respeto que se tiene a la responsabilidad.