Aunque haya a Euskadi lleguen hoy los ecos de la actividad política catalana con cierta sordina es de esperar que, más pronto que tarde, con la expectativa electoral plebiscitaria de setiembre al pil pil, volvamos a las comparaciones y las arengas al calor de esa actualidad. Entre tanto, nos están pasando casi desapercibidas las evoluciones y revoluciones de la actualidad catalana porque no hay bombo y platillo en torno a ellas. Ayer mismo, debió haber una cumbre de las fuerzas independentistas de la que debió salir, quizá, un consenso renovado en torno a la última novedad: la lista única sin políticos.

Pero no la hubo, lo cual es indicativo de que hay trabajo de cocina que no se ha hecho o, sencillamente, que esa práctica de cocinar en el escaparate, a la vista de todos, puede quedar vistosa pero no es siempre lo más útil. Algo de eso sugería David Fernández, de la CUP, cuando explicaba los motivos por los que pidió su aplazamiento. Demasiada notoriedad para la toma de decisiones que deben amasarse antes convenientemente. No le gustó ese modelo cuando se hizo para la consulta y no lo quiere para las elecciones del 27-S. Y en el pastel de la lista única hay opiniones encontradas que han impedido que la masa haya cuajado todavía.

De modo que la convocatoria de Artur Mas tiene que esperar. Y su liderazgo del proceso, el que ha buscado y que ha dejado ya por el camino algunos cadáveres políticos, tampoco es claro que vaya a sobrevivir a la experiencia. Seguramente él no lo concibe así, pero desde la distancia -y la osadía- la aventura de Mas me parece un proceso inverso al recorrido político de Charles De Gaulle. No sé si el president aspira a ser a Catalunya lo que De Gaulle fue a Francia; por el momento, los paralelismos entre ambos convierten a Mas en el reflejo en negativo fotográfico del original. Los mismos claroscuros pero en lugares opuestos.

A De Gaulle recurrió Francia en un escenario de crisis sistémica de la que emergió con poderes plenos para proclamar la Quinta República francesa. Una figura respetada que concitó el voto de casi 8 de cada 10 franceses y construyó en torno a sí un nuevo movimiento político cuya formulación ha estado presente en diversas siglas desde entonces, pero ha mantenido lo esencial: una fuerza conservadora con fuerte raíz republicana y a medio camino entre la socialdemocracia y el nacionalismo de derecha. De Gaulle construye esa nueva fuerza política en torno a su figura y la afianza como corriente perdurable.

Mas realiza el proceso inverso. Suma su figura a los movimientos sociales independentistas a costa de liquidar la estructura política que ha dado estabilidad a Catalunya durante tres décadas. La ruptura de CiU deja a CDC y UDC en el mismo río revuelto en el que el futuro de ambas es una incógnita. Tan aventurado es hoy dar a Unió por amortizada como creer que Convergencia tiene garantizada su supervivencia. Mas no ha logrado concitar en torno a sí mismo la estructuración política del país como hizo De Gaulle, sino más bien todo lo contrario. El último episodio de esa realidad es el hecho de que el proyecto de lista única que pretendió liderar se está volviendo contra él. Tendrá que asumir el respaldo a una candidatura independentista de la que no participe en primera persona o desmarcarse de ese proyecto y disputar a esa candidatura desde el músculo que le quede a CDC el liderazgo del proceso constituyente que debería venir a continuación.

Mas no tiene las riendas del proceso. Se las negó ERC cuando rechazó compartir candidatura y el propio Mas se abrazó a la Asamblea Nacional Catalana y a Òmnium para provocar la lista unitaria. Quemó en esa hoguera la relación con Unió, que pena ahora por su propia división interna, y la jugada se le ha vuelto en contra hasta el punto de que el proyecto pasa hoy por dejarle a él fuera de la lista. La despartidización del independentismo catalán introduce demasiadas incertidumbres en el proceso. Incertidumbres sobre su liderazgo, la gestión del país durante el proceso plebiscitario y el constituyente posterior y hasta en términos tan pragmáticos como su financiación, que sólo está hoy en manos de los partidos a los que se quiere desactivar y que, tras las elecciones, cuestionaría una vía de ingresos fundamental a esos mismos partidos por carecer de representación atribuible en el nuevo Parlament.

De darse esa inmersión, de borrarse los partidos de la primera línea electoral, su regreso a la superficie no podrá ser en la configuración actual. No pueden salir de ella manteniendo la pugna larvada por el liderazgo del nacionalismo. Pero no han resuelto su debate socioeconómico y el consiguiente sobre modelo de país, lo que imposibilita, en la práctica, un frente cohesionado ante lo que se van a encontrar. Porque Catalunya no es ajena a otras corrientes políticas que fortalecen sus propias estructuras, como atestigua la irrupción de Ada Colau o la consolidación de Ciutadans como referente antinacionalista, tercera fuerza en Barcelona y con 176 concejales donde antes sólo tenía 7. Como aventura gaullista, la de Mas tiene demasiados hilos sueltos.