el Gobierno Vasco, a través de su Secretaría de Paz y Convivencia, lleva ya dos años empeñado en la clarificación de nuestro pasado reciente, ahora que el tiempo va transcurriendo y pueden sacarse a la luz asuntos que en otros momentos más crispados quedaban en sombra. La Secretaría que dirige Jonan Fernández está diseccionando los efectos y las consecuencias de las violencias que la ciudadanía de este país ha padecido, detallando primero las violaciones de derechos humanos perpetradas desde 1960 y ahora intentando dar a conocer la angustia de los amenazados en épocas posteriores.

No es fácil ponerle puertas al campo y acotar el tiempo y el espacio de algo tan difuso como el daño vivido por los amenazados, pero para elaborar el informe sobre aquella intensa y extensa violencia, la Secretaría ha optado por fijar la fecha de 1990. Fue en ese año cuando entró en vigor el punto más duro de la Ponencia Oldartzen, aquella “socialización del sufrimiento” que supuso uno de los más estremecedores errores de la estrategia de la izquierda abertzale: los nuestros sufren, pues todos a sufrir.

Fueron años de secuestros, amenazas, coacciones, violencia callejera extrema y una intolerable pasividad, cuando no complicidad, de un sector de la sociedad vasca con tan áspera realidad. El Instituto Pedro Arrupe de la Universidad de Deusto será quien se encargue de la difícil tarea de investigar y recoger el padecimiento de los amenazados por ETA durante ese periodo.

No va a ser fácil, porque es complicado dimensionar algo tan íntimo, tan personal, como el sufrimiento de los cientos de ciudadanos y ciudadanas que se vieron obligados durante ese periodo a llevar escolta por haber sido amenazados por ETA directamente, o por parte de su entorno social, o por razón de su cargo. No va a ser fácil ni expresar ni cuantificar la molestia de la compañía permanente de guardaespaldas para esas personas, viendo condicionada su vida privada, obligadas al aislamiento de amistades y relaciones, temerosas siempre del ataque a pesar de la escolta como pudo comprobarse en casos como el de Buesa.

Es muy difícil concretar cálculos, más aún si se pretende abarcar también a todos los amenazados por su oficio como policías, militares, jueces, periodistas o incluso trabajadores civiles en instituciones consideradas objeto de amenaza.

Tampoco va a ser fácil cuantificar equella otra violencia difusa, de todos conocida o sospechada, la ejercida sobre personas a las que se exigía el denominado “impuesto revolucionario”. La fatídica llegada de la carta con el sello de ETA, el obligado silencio, la duda entre denunciar o callar, la angustiosa búsqueda de vías para exponer la imposibilidad de pagar, o para exigir que se les dejase en paz, o para intentar negociar, incluso para pagar. Un camino oscuro a recorrer en secreto, con el temor al peso de la ley a pesar de haber sido amenazados.

Auténticas y muchas veces anónimas víctimas abandonadas a su suerte, contaminándolo todo desde el momento de la recepción de la carta ya que tanto las víctimas como quienes intentaban mediar para salvarles sin pago alguno -o para el pago, por supuesto- eran objeto de persecución judicial. Víctimas ignoradas que en los casos más extremos padecieron secuestro o asesinato mientras los cómplices más o menos inconscientes miraban para otro lado o, en el colmo del delirio, vociferaban atrocidades como aquel: “¡Aldaya, paga y calla!” expresadas en las contramanifestaciones.

Estas escenas se han vivido en nuestra tierra, y ahora estamos en el momento de recuperar la memoria. El sufrimiento de estas víctimas de la violencia difusa va a salir a flote en este trabajo emprendido por la Secretaría de Paz y Convivencia. Pero, como siempre ocurre cuando se reflexiona sobre el pasado, queda todo un espacio a considerar: el sufrimiento de los amenazados por ser parientes o amigos de personas detenidas o acusadas por vinculación al “todo es ETA” . Las tribulaciones de quienes tenían un pasado con ficha policial, aunque fuera previa a la democracia. La multitud de personas sobresaltadas en controles y operaciones de fuerzas policiales embozadas y armadas, tantas veces en horas intempestivas.

Todo este puzzle puede ser útil para un esbozo de Comisión de la Verdad, pero va a ser difícil que todas las partes afectadas lo acepten como base para ese relato que a día de hoy casi nadie cree que vaya a ser único.