El año 1980 pasa por ser el periodo más sangriento de la historia de Euskadi en los últimos 50 años. El “año de plomo” de los “años de plomo”. Se ha escrito en innumerables ocasiones que 1980 es el que cuenta con más víctimas mortales de ETA. Así es: según los últimos informes de la Secretaría de Paz y Convivencia del Gobierno vasco, nada menos que 95 personas asesinadas por las tres organizaciones que operaban entonces en ese entorno, ETA militar, ETA político militar y los Comandos Autónomos Anticapitalistas. Pero, además, en ese tiempo convulso también grupos ultraderechistas y parapoliciales bajo siglas como el Batallón Vasco Español (BVE), los Grupos Armados Españoles (GAE) o la Triple A batieron récords de brutalidad, provocando 24 víctimas mortales solo en ese año 1980. Casi tantas como los GAL en toda su historia. A todo ello hay que añadir que en esos doce meses nueve miembros de grupos terroristas murieron durante la comisión de algún atentado. Otras dos víctimas figuran en los macabros listados como de “autor desconocido”, como el militante del PNV Ramón Begoña, que murió tras recibir una patada de un contramanifestante durante una concentración en favor de las instituciones vascas.
En total, 130 muertos en esos 365 días. Once víctimas al mes. Un asesinado cada sesenta horas. Un funeral cada dos días y medio, en un clima sociopolítico infernal en el que se sucedían atentados, tiroteos, incidentes e innumerables actos violentos, entre los que hay que destacar asimismo diez secuestros -algunos de ellos de solo horas de duración-, amenazas, extorsiones, torturas... Pocas veces la expresión días de plomo podría ser más acertada. Pese a todo, ese año no hubo ningún muerto por “abusos policiales”.
No resulta difícil hallar una muestra significativa, una foto fija de cómo se vivían aquellos momentos en los que Euskadi, tras aprobar en referéndum el Estatuto de autonomía el 25 de octubre, se preparaba para iniciar su autogobierno y su institucionalización, para lo que se habían convocado elecciones para el 9 de marzo de aquel 1980. Bastan, como referencia temporal, menos de dos semanas. El 1 de febrero, hace hoy exactamente 35 años, ETA perpetró uno de los atentados más sanguinarios y brutales hasta entonces. Apenas unos días antes, el 20 de enero, el grupo ultraderechista GAE había acabado con la vida de cuatro personas -militantes y simpatizantes del PNV- mediante una bomba colocada en el bar Aldana de Alonsotegi. Anteriormente, ese grupo había asesinado ese año a otras dos personas -una, Teresa Barrueta, de manera especialmente brutal, con violación incluida- en una diabólica espiral de acción-reacción, ya que ETA, a su vez, había matado a otras cinco personas, entre ellas al comandante jefe de los miñones Jesús Velasco. Ojo por ojo, diente por diente. Muerto por muerto. “Ejecutaremos a cuatro componentes de la izquierda abertzale por cada miembro de las FOP o la Guardia Civil”, amenazó la organización fascista cuando reivindicó el atentado de Alonsotegi.
En ese clima, ETA también respondió, con una emboscada contra un convoy de la Guardia Civil en Ispaster, en la que, a tiros y posterior lanzamiento de granadas para evitar supervivientes, asesinó a seis agentes. Una de las granadas, sin embargo, explotó antes de ser lanzada y mató a dos de los integrantes del comando. Seis fallecidos y una convulsión sin precedentes.
La contrarrespuesta fue también inmediata. Ese mismo día, a última hora, el Batallón Vasco Español secuestró, “interrogó” y “ejecutó” en Madrid a la estudiante bilbaína Yolanda González, a la que mató de un tiro en la cabeza como represalia por el asesinato de los guardias civiles. Al día siguiente, el mismo grupo -con similar método, pero esta vez en Eibar- acabó con la vida de un joven militante de Euskadiko Ezkerra, Jesús María Zubikarai, Jhisa.
Los funerales en esos días estaban llenos de tensión apenas contenida. En el entierro de los guardias civiles se escucharon voces contra el Gobierno y de “Ejército al poder”. En el de los miembros de ETA, tuvo que suspenderse la misa en varios momentos cuando algunos de los asistentes recriminaron al sacerdote con insultos y goras a ETA que en su homilía -similar a la que se leyó tras el atentado ultra de Alonsotegi- pidiera a los jóvenes que no se dejaran “atrapar en organizaciones comprometidas con la violencia”.
La respuesta del Gobierno español a esta escalada fue el nombramiento del general Sáenz de Santamaría como delegado especial en el País Vasco, poniendo la lucha antiterrorista bajo su mando único. Una medida que no resolvió el problema. 130 muertos lo corroboran.
“Era una situación tremenda, con una cifra de muertos horrorosa que hacía que una sociedad viva permanentemente en tensión”, afirma Txiki Benegas, entonces dirigente socialista vasco y consejero político del segundo Consejo General Vasco, y que había ejercido como responsable de Interior en el anterior órgano preautonómico presidido por Ramón Rubial, por lo que había vivido en primera persona numerosos funerales, muchos de los cuales acababan con algún incidente. El aún diputado vasco resume con amarga precisión aquellos momentos: “cuanto más avanzaba la democracia española y se profundizaba en el autogobierno vasco, más se mataba”, dice. Con dolor, y aun reconociendo que “hacer política era muy difícil” en esas circunstancias con “un funeral cada tres o cuatro días”, Benegas reprocha también la actitud del PNV entonces. “No había el más mínimo acuerdo sobre cómo luchar contra el terrorismo. Yo abogaba por un frente unido por la paz, pero Carlos Garaikoetxea planteaba que había que tomar medidas políticas. Solo el horror hacía que prevaleciera cierta unidad”.
El entonces dirigente del PSE critica también que el PNV abandonara temporalmente las Cortes españolas ante la falta de voluntad por realizar transferencias autonómicas. “Fue una decisión equivocada, estábamos en situación crítica y me empeñé en que volviera”, afirma. Con todo, Benegas considera que en la sociedad vasca había miedo, porque “muchos sectores estaban en el punto de mira”. Solo una parte se movilizaba a veces”, concluye.
En efecto, las movilizaciones y gestos contra la violencia eran escasos, fruto principalmente del miedo. En este clima, un grupo selecto de personalidades de la sociedad y la cultura de Euskadi entendió que había que dar un aldabonazo y de ahí surgió el conocido como “Manifiesto de los 33”, en el que intelectuales como José Miguel de Barandiaran, Koldo Mitxelena, Julio Caro Baroja, Eduardo Chillida, Xabier Lete, Martín Ugalde, José Ramón Scheiffler, Gregorio Monreal, Agustín Ibarrola, Néstor Basterretxea e Idoia Estornés firmaron el 26 de mayo un duro alegato contra el uso de la violencia.
Eugenio Ibarzabal, escritor, periodista y uno de los firmantes e impulsores del documento, recuerda el gran impacto social que causó el texto en un momento especialmente delicado. “Teníamos la absoluta certeza de que de seguir así íbamos a un golpe de Estado”, relata 35 años después. En efecto, nueve meses después, se produjo la intentona del 23-F. Ibarzabal, que poco después formaría parte del gabinete del lehendakari Garaikoetxea, recuerda que en aquella época la situación era particularmente convulsa. “Por una parte, el sector de la izquierda abertzale, que era una organización muy importante, creía que podía ganar la batalla mediante éxitos militares. Por otra, la policía era un desastre total, cuando actuaba cometía errores y hasta crímenes. Y la extrema derecha hacía de refuerzo de la policía, con graves atentados. Mientras, la mayoría estaba abrumada, no tenía dónde apoyarse, los demócratas no tenían una alternativa rotunda”, afirma.
El manifiesto, cuya autoridad moral estaba fuera de toda duda con figuras como Aita Barandiaran, “que no dudó ni medio minuto en firmarlo”, según relata, fue un gran revulsivo, pero careció de continuidad. “¿Que si sirvió? Hicimos lo que creíamos que nos tocaba”, resume Eugenio Ibarzabal.
También hubo testigos directos de lo que ocurría día tras día, obligados a conocer la realidad para luego contarlo. Adolfo Roldán, actual director de Noticias de Gipuzkoa, trabajaba entonces en la sección política de Deia, donde le tocó vivir mil y un batallas. Literalmente. “Sí, eran tiempos muy convulsos y con mucha tensión”, rememora. Roldán distingue varios tipos de periodistas entre los que trabajaban en esa época: los que se sentían involucrados en el momento político y comprometidos con Euskadi, que eran críticos y buscaban respuestas a lo que estaba pasando, y los oficialistas, que se limitaban a repetir la versión del Gobierno español sobre lo que ocurría. “Yo siempre trataba de buscar toda la información, de saber qué pasaba, quién, por qué. Me movía por todos lados”, insiste. Algo que, en aquel contexto violento, suponía un riesgo cierto. Un día, un comisario de Bilbao le avisó: “A usted le puede pasar como a Portell”, en referencia al que fuera redactor jefe de La Gaceta del Norte, el primer periodista asesinado por ETA en 1979.
“Todos los días miraba debajo del coche, podían venirme de un lado o de otro”, dice Roldán, quien, pese a sus intenciones por saber toda la verdad, reconoce que “nadie sabía demasiado, pero había algunos que lo intentábamos”. Y concluye con una de las pocas grandes certezas de aquellos años de plomo: “La verdad de lo que pasó no se ha contado”.