la masacre de la semana pasada en París ha provocado social y políticamente una combinación de miedo ante el riesgo de que la presión yihadista continúe en forma de brutal violencia, y de indignación y cólera, junto a la imperiosa necesidad de buscar culpables, más allá de los autores materiales. Y todo ello ha reabierto en la sociedad francesa, vasca y en todo el occidente debates que nos deben hacer reflexionar, tratando de evitar lo que en última instancia persigue el terrorismo, sea del sello que sea: poner en agitación y en plena zozobra a toda una sociedad, alterar su equilibrio social y emocional e impactar en la línea de flotación de la convivencia. ¿Cómo reaccionar ante tal brutal ataque? ¿Cómo dar correcta respuesta a todos los interrogantes que se abren ante nosotros?
Entre la ingenuidad o el buenismo de ciertas orientaciones ancladas en el multiculturalismo y la arrogancia de quienes pretenden resolver todo al estilo del viejo oeste americano, demostrando quién es más fuerte, debe haber una vía intermedia. Una primera tendencia puede ser la que se oriente a elevar muros, diques sociales que se alcen, aparentemente poderosos pero en realidad débiles e ingratos entre mundos y sociedades cada vez más distantes y alejadas de la necesaria convivencia en paz, al tender a exacerbar la xenofobia y el racismo. Esas murallas, esa tendencia separa más de lo que supuestamente protege. Aporta una ilusoria sensación de poderío y de seguridad, pero en realidad demora la verdadera solución de los conflictos que subyacen tras la existencia de tales muros, dificulta el diálogo y nos conduce a la compartimentación social, a crear guetos que creíamos ya desaparecidos de nuestro imaginario social.
Una segunda tendencia se centra en la exigencia de que los extranjeros se olviden de sus raíces y asuman de forma obligatoria las costumbres, los modos de vida, las inercias en definitiva, de la sociedad que les acoge. Es un discurso falaz y que podría corregirse bajo una premisa de mínimos, que no tiene nada que ver con las ocurrencias de políticos bajo el síndrome de populismo y de electoralismo galopante: si el extranjero (y particularmente el musulmán, en el que parecen centrarse toda esa demonización interesada) quiere que su religiosidad sea respetada debe aceptar los usos del país de acogida. Y ello supone aceptar que ciertas prácticas como la poligamia, el repudio, la ablación, las formas de discriminación de la mujer o la imposición de matrimonios, entre otras, no son admisibles sencillamente desde una óptica de protección de los derechos fundamentales.
No se trata, por tanto, de defender lo nuestro como algo mejor o superior que lo foráneo. La barrera, la frontera a la aplicación de esas prácticas debe situarse en la exigencia del respeto a la dignidad de la persona. La clave, una vez más radica en el respeto a la diferencia siempre que ello no distorsione el ejercicio de los derechos fundamentales y siempre que esa práctica sea voluntaria y no impuesta.
Esta muestra de barbarie y de irracional fanatismo que es el terrorismo yihadista tiene desgraciadamente réplicas lamentables de barbarie civilizada: los años de ocupación militar de Irak fueron el vivo ejemplo de esa barbarie civilizada, orquestada bajo la batuta de un superado cesarismo en EE.UU., de la mano de los expresidentes (padre e hijo) Bush. La resolución del Congreso tras el trágico 11-S autorizó el uso de la fuerza en Afganistán, en Irak, donde fuera necesario, y otorgó al presidente una autoridad suprema respecto a la “guerra” contra el terrorismo, autoridad que pudo ejercer para la defensa de su país en todos los campos, violando derechos civiles, negando la jurisdicción de los tribunales sobre ese limbo jurídico que fue y sigue siendo Guantánamo, extendiendo escuchas ilegales sin freno alguno, y todo ello bajo la bandera de la democracia. ¿Es posible una democracia sin Estado, como pretende en Irak? Irak no es hoy día un país liberado, y esa invasión y ocupación han tenido directa incidencia en las tendencias geopolíticas en Oriente Próximo, además de sembrar la tragedia, la destrucción, muerte y torturas. Irak y todo el avispero en que se ha convertido la región es hoy una sociedad en ruinas y convertida en una enorme fábrica de terrorismo.
Ahora que aquí, en Euskadi, avanzamos esperanzados hacia una etapa de recuperación de valores democráticos, de avance sin violencia hacia el pleno desarrollo de nuestras libertades civiles y políticas individuales y colectivas, conviene no olvidar la respuesta que desde la Unión Europea se dio a este supuesto militarismo ilustrado de los aliados: “El día que, en nombre de la lucha contra el terrorismo se adopten legislaciones desproporcionadas que sacrifiquen en el altar de la seguridad los derechos humanos, estaremos otorgando a los terroristas la primera victoria”.
No será fácil, pero es preciso alcanzar un equilibrio entre la libertad, la seguridad y la justicia, para evitar el daño a los valores fundamentales (derechos humanos y libertades públicas) y a los principios democráticos (Estado de Derecho). Hay que lograr un balance equitativo y adecuado entre esas tres dimensiones claves, a nivel mundial, europeo y local.