Implosionado el mapa político español en las elecciones europeas del 25 de mayo con la quiebra del bipartidismo, nueve días tardó Juan Carlos de Borbón en abdicar y solo 17 más en ceder el trono a su hijo Felipe VI. Se interpretó que lideraría una segunda transición que hiciera frente, principalmente, a la tarea de poner la Corona a salvo y modernizar el modelo territorial en perjuicio de los intereses soberanistas en pleno debate independentista catalán. Medio año después, a la espera del primer discurso navideño que esta noche diferirá poco de sus recientes intervenciones en las que ha defendido la “solidaridad” y “unidad de los pueblos” del Estado, nada hace presagiar que su reinado se distancie, al menos en lo referente a las reivindicaciones territoriales de Catalunya y Euskadi, de lo promulgado y practicado por su padre y antecesor. El nuevo monarca, a expensas de si hará hoy referencia a la futura fotografía de su hermana Cristina sentada en el banquillo por el caso Nóos, se está ajustando a su soflama el día de su proclamación, cuando diferenció “unidad de uniformidad” y declaró su intención de que “en la España unida y diversa, basada en la igualdad de los españoles, en la solidaridad entre sus pueblos y en el respeto a la ley, cabemos todos; caben todos los sentimientos y sensibilidades, caben todas las formas de sentirse español”. Mensaje que hace oídos sordos a las demandas de un buen puñado de millones de ciudadanos que aspiran a gozar más pronto que tarde de un nuevo estatus jurídico y político.
Sumido el Estado en una crisis muy profunda, tanto económica como de funcionamiento de las instituciones, no fueron pocos, aunque desde la prudencia, los que estimaron que con sus gestos y palabras Felipe VI podía romper el inmovilismo de las estructuras de poder, o al menos tratar de facilitar esta empresa. Pero transcurridos los meses, parece quedar ratificada la impresión que muchos tuvieron tras su nombramiento: haber asistido entonces a “una semana de maquillaje” con el relevo en la monarquía y, coincidiendo en el tiempo, la reforma fiscal que había anunciado el Gobierno de Rajoy. Dadas las mejores condiciones actuales respecto a las de 1978, sin el crujir de los atentados, una mayoría predicaba para que el relevo en la Casa Real posibilitara mayores consensos que los tejidos en la Transición, aunque no fueron pocos los que, conocida la cesión de los trastos por parte de Juan Carlos I, demandaron un nuevo proceso constituyente e incluso disponer del derecho a decidir, no solo de las nacionalidades históricas, sino para elegir entre la institución monárquica o la república.
Aunque es verdad que la Constitución le atora como una figura tasada, se le requirió ejercer como árbitro de la moderación, de bisagra, engrase y agente activo de una reforma profunda, símbolo de un nuevo tiempo. Pero más allá de aquel “eskerrik asko” que aireó en su puesta de largo, todo ha quedado reducido a un ejercicio de buenismo, ratificándose la impresión que quedó tras su primera reunión con Iñigo Urkullu el pasado 21 de noviembre. Aunque desde el respeto institucional y mostrando ciertas distancias, de poco parece haber servido la disposición y tono dialogante con que el lehendakari visitó la Zarzuela, aparcando las posiciones maximalistas y reivindicando la política para buscar soluciones, en un velado reproche al presidente español, quien se afanó en la vía judicial para combatir el conflicto catalán.
Urkullu pidió a Felipe VI abordar un nuevo modelo para Euskadi basado en el respeto, la no subordinación y la bilateralidad efectiva, demandando una relación de igual a igual con el Estado y que no se inmiscuya en las competencias vascas. Reclamó el lehendakari al rey de España mejorar el encaje de las nacionalidades desde el “ejercicio de la voluntad de unión”, un principio por el que “un Estado se tiene que conformar desde la libre voluntad de las partes a unirse, y no desde la imposición”. Y es que ya tras su nombramiento como monarca, el líder jeltzale se aferró al artículo 56.1 de la Constitución para solicitarle que arbitre y modere entre las instituciones.
viajes a catalunya O se ve incapaz de emerger como personalidad que pueda abrirse paso entre estas peticiones, o está asediado por los poderes del Estado o, simplemente, no quiere y prefiere optar por una huida hacia adelante, pero lo cierto es que Felipe VI no ha movido ficha en este sentido, sino todo lo contrario, como lo ha demostrado en sus recientes y repetidas visitas a Catalunya, justo tras el proceso participativo del 9-N que puso de manifiesto cómo los catalanes se han bajado ya del tren que les somete bajo el actual marco territorial. Es más, el hijo de Juan Carlos y hermano de Cristina, de quien trató de desmarcarse cuando la trama Nóos dio de lleno en la Corona española, se ha convertido en el principal referente de la Catalunya no nacionalista. Tras el viaje que realizó a Girona el pasado junio, en pocos días visitó este diciembre la fábrica de Seat en Martorell, buscando la fotografía con Artur Mas, y acudió al acto de entrega de los premios Ferrer Salat de la patronal Foment del Treball, donde lanzó un mensaje al president reclamando que “hoy más que nunca es necesario unir fuerzas y estrategias” y “abordar juntos los retos y problemas que afectan a los ciudadanos con espíritu de colaboración, cooperación y solidaridad”. “Los mejores momentos de Cataluña han coincidido invariablemente con los mejores momentos de España”. “No podemos permitirnos la división”. “Hay que mantener la conexión indisoluble entre España y Cataluña”... Argumentos expuestos por el monarca que evidencian la imposibilidad de que haya un resquicio que permita el debate sobre un nuevo encaje de los territorios. Ahora bien, ya se lo recordó Mas el día de su proclamación: “Cambiará el rey pero el proceso va adelante”.
Que la imagen de Casa Real ha mejorado con el cambio de caras, según los sondeos de los medios afines, tampoco era muy complicado después de que el barómetro de abril del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) suspendiera a la monarquía por tercera vez, con un 3,72. El desmarque personal de Felipe VI y Leticia Ortiz del caso que sentará en el banquillo a Iñaki Urdangarin y a Cristina de Borbón, y los guiños a la transparencia publicando determinados sueldos y gastos, amén de evitar dislates como los cometidos por su progenitor, han atemperado la caída en popularidad. Otra cosa es que consiga devolverla a años como 1994, cuando recibía un notable 7,5 de calificación. No en vano, enfangadas un buen número de instituciones por culpa de la corrupción, la calle también ha puesto en el foco a la monarquía y al presunto trato de favor recibido por la hermana del rey.
“Una nueva generación reclama su papel protagonista”, loó Juan Carlos I en su abdicación poniendo en marcha lo que muchos quisieron catalogar como segunda transición como consecuencia de que la primera deparó un esquema ya agotado. Sin embargo, su hijo parece haberse enfundado en su mismo traje. Y es que mientras en Suiza se convocan referendos para decidir si las tiendas de las gasolineras deben o no permanecer abiertas durante toda la noche, en el Estado español nadie de la clase política, y menos desde la Corona, valida una consulta vinculante como forma de conocer con el voto del ciudadano qué modelo de Estado prefiere, sino que se apela a la ley y la Constitución como argumentos inflexibles.