La fiebre del oro todavía alimenta los sueños de muchos y las pesadillas de otros tantos. La leyenda de El Dorado, la ciudad construida en oro, continúa siendo hipnótica. Nada como el oro para catalizar la sinrazón, el estado febril, obsesivo, del ser humano, dispuesto a todo para arrancar un trozo de riqueza. Todo no deja de ser una simple acotación sobre los efectos perversos que la minería ilegal de oro está provocando en Madre de Dios, una región amazónica en Perú apolillada por las miserias humanas desde que el imán dorado se abriera paso a mordiscos en la frondosa selva, hoy un paisaje lunar esculpido de cráteres provocados por los agresivos métodos empleados en la extracción del oro. Esa cicatriz de 40.000 hectáreas de bosque arrasadas encierra en sus jirones miles de historias personales que sangran desolación sobre la locura del oro. La cuenca del río Madre de Dios es una recreación del infierno. El brillo del oro en ‘La Pampa’, foco de la extracción del mineral de la región, es fango, deforestación, agua contaminada, mercurio, trata de personas, explotación laboral, drogas, alcoholismo, prostitución, insalubridad, SIDA, corrupción, inseguridad, desesperanza.
El tajo de la selva, desnuda, es el cartel anunciador, el neón de un mundo sumergido, invisible para el Estado, al que no le alcanzan los medios para encapsular una problemática con innumerables aristas y que requiere una respuesta múltiple, reconocen quienes trabajan para dignificar las condiciones de vida de las personas que han acudido atraídas por el cebo dorado. “Es una zona que carece de autoridad, donde el Estado no está presente”, subraya Maida Ramos Ballón, representante de la Defensoría del pueblo en Perú. Alejada de los mecanismos de control de las autoridades peruanas, Madre de Dios es una región inhóspita donde manda la ley del más fuerte o el más armado. Un remake siglo y medio después de la fiebre del oro que construyó California, donde las concesiones mineras se deletreaban con el lenguaje de las balas. En Madre de Dios tampoco falta la opresión y la violencia de quienes controlan el mercado de la minería ilegal.
La región, a la que es complicadísimo acceder, instalada la ley del silencio, está agujereada por los socavones producidos por las dragas que remueven los fondos de los cráteres anegados con agua para capturar el oro que se deposita en el fondo. Unas construcciones arcaicas son las responsables de horadar el terreno, si bien los mineros también se emplean con motobombas de distinto caballaje para rascar el preciado metal. El resto del proceso se fundamenta en el trabajo que desarrollan los mineros, empapados en las aguas opacas, sucias, donde no falta el mercurio, sustancia que se emplea para amalgamar el oro. El mercurio desechado acaba en el curso de los ríos y humedales entrando de lleno en la cadena trófica. A pesar de la alta toxicidad del mismo, -los mineros analizados poseían niveles de contaminación por mercurio muy por encima de lo permitido-, el hambre puede más y los mineros, seducidos a millares por la idea de hacerse ricos, no dudan en trabajar en medio del lodazal de aguas turbias que salpican la extracción del mineral en jornadas interminables.
El precio del oro, valor refugio durante la crisis, unido a las propias características de la región han empastado de tal manera en Perú que el efecto dominó ha convertido Madre de Dios en una de las mecas del oro, en la California latinoamericana. Hacia ese anhelo, hacia esa tierra prometida desprovista de ley y orden se han desplazado miles de personas desde el interior del país, si bien el poderoso efecto llamada ha reclutado a personas de otros países. Ese collage de gentes se ha establecido en los aledaños de las precarias e ilegales explotaciones mineras controladas por las mafias. En paralelo al negocio del oro han crecido los asentamientos, ciudades de chabolas, arquitectura de madera y plástico, núcleos carentes de infraestructuras que absorben la inocencia de muchos, de demasiados. En Madre de Dios los guetos no tienen nombre. Se los sitúa por número kilométrico de la carretera. En esos lugares, desprovistos de lo esencial, sin presencia estatal, prolifera la trata de personas según denuncia Anesvad, que junto a Promsex (Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Sexuales y Reproductivo), una ONG peruana, intenta visibilizar dentro de la campaña www.dinoalatrata.org la problemática derivada de la fiebre del oro bajo el lema: La infancia es un tesoro con más quilates que el oro.
No lo parece en Madre de Dios, donde los dramas personales gobiernan la región, un lugar donde unos pocos se lucran y la mayoría padece el engaño y el sometimiento. Si bien es complicado cifrar cuántas personas son víctimas de la trata, -“el observatorio de la criminalidad tiene una cifra, la Policía tiene otra cifra, nosotros como Defensoría tenemos otra cifra... Lo que falta es unificar este sistema estadístico porque en la medida en la que sepamos cuántas víctima existen y dónde están, el diseño y la aplicación de las medidas puede ser más efectiva”, explica Maida Ramos Ballón-, se calcula que muchas personas, sobre todo menores, caen en manos de las organizaciones de trata cuando acuden a Madre de Dios con la esperanza de ayudar a la economía de sus familias. La gran mayoría de víctimas son engañadas con ofertas de trabajo bien remuneradas (muy por encima del jornal medio en Perú), bajo la promesa de una vida mejor. La realidad, empero, es muy distinta, menos luminosa, más oscura. Un sueño que no tarda en tornar en pesadilla en la noche de Madre de Dios.
El principal destino para las jóvenes, invisibles para las autoridades -“esa niña invisible que no es más que la víctima del delito de trata de personas se pueda hacer visible no solo en el ámbito regional sino también en el nacional”, denuncia Luis Antonio Mejía- que llegan a los asentamientos de Madre de Dios es la explotación sexual. Las chicas, coaccionadas por las bandas, acaban ejerciendo la prostitución en los denominados prostibares, locales que emergen con coloristas grafías en locales de madera pintada que cobijan a los mineros. “No contamos con fuentes fidedignas que puedan asegurar cuántas mujeres están explotadas sexualmente, pero nosotros como Ministerio de Salud manejamos unas cifras aproximadas que se concentra en el sexo femenino entre los 16 y 20 años. En una visita hemos encontrado aproximadamente a 120 niñas de las cuales el 90% eran menores de edad con infecciones de transmisión sexual, con problemas dermatológicos y a parte de eso también eran alcohólicas”, describe David Encinas, representante de la Dirección Regional de Salud MdD, sobre el desolador paisaje de los asentamientos de Madre de Dios, donde se propagan las enfermedades de transmisión sexual y los traumas de las adolescentes que caen en estas redes explotadoras.
Con la corrupción instalada en el tuétano del sistema, paralizado salvo en algunas operaciones policiales para destruir dragas o motobombas, se amontonan las historias de los reprimidos en las áreas que festonean Madre de Dios. El acceso hasta las invisibles no es tarea sencilla en unos territorios sin la huella de las autoridades. “Los propios mineros no dejan pasarnos. Controlan la circulación”, advierte David Encinas sobre su experiencia en el pantanoso terreno de ‘La Pampa’. Según los cooperantes, introducirse en los asentamientos es prioritario para que estas personas reciban ayuda médica, legal, psicológica etc... y puedan tener la opción de huir de ese infierno. Un averno que para las adolescentes se edifica en los prostibares. La de los jóvenes y adolescentes que se alistan como mineros se construye entre la humedad, el mercurio y las explotaciones a cielo árbitro, cárceles de trabajos forzosos. Los jóvenes mineros, que sufren absoluta indefensión, trabajan por un mísero jornal para organizaciones en regímenes de semiesclavitud.
Cuenta Luis Antonio Mejía, presidente de la CRMCTP-Madre de Dios, que “con el tema de la minería ilegal e informal Madre de Dios es una región que está considerada como número uno en este problema de la trata de personas. Es necesario que los operadores de justicia, la policía nacional y el propio ministerio público puedan ya de una vez viabilizar la cantidad real de personas que existen como víctimas de este problema”. A falta de las cifras, -detrás de cada estadística, de cada número, se encuentran las personas- que concreten hasta dónde alcanza la tragedia humana cotidiana en Madre de Dios, la radiografía, aunque inexacta, resulta espeluznante. Una realidad repleta de zonas oscuras, al igual que el agua que empapa a los mineros en la cuenca del Amazonas. Ese mundo invisible, húmedo, recóndito, oculto, es el reverso del resplandor que emana del oro. Más allá del delirio dorado, la fotografía es sórdida. Un cuadro repleto de vidas entre tinieblas. Las víctimas de Madre de Dios, el oro del diablo.